Author: Motorizer
•lunes, junio 28, 2010

Al Filo de lo Posible Menos mal que no escribo con los pies, puesto que tengo las plantas más desechas que la cama de una meretriz (qué fino me he puesto). Esta ruta se suponía que no iba a ser muy dura, o por lo menos es lo que le hicimos entender a Mariquilla. Once horas después y más de veinte kilómetros bajo nuestras maltrechas suelas, ya no opinábamos lo mismo. Lo que sí que teníamos claro es que ha merecido la pena, y mucho.

Esta vez tocaba una zona muy desconocida para nosotros, tal vez de las más salvajes y menos transitadas de todo el macizo de Sierra Nevada, si obviamos el destino que nos conducía allí, los Lavaderos de la Reina, lugar excepcional, de una belleza como pocas.

Tampoco pensábamos madrugar, a pesar de hacerlo aconsejable, y a eso de las ocho de la mañana nos montábamos en el Opel Frontera de Antonio y Olga, Mariquilla y yo a comernos la carretera, el carril y lo que hiciera falta.

Sin pausa atravesamos la Calahorra, sintiendo un irrefrenable deseo de mirar hacia el cruce de la Ragua, aún no sé muy bien por qué me pasa eso cada vez que paso por allí y esa no es la meta. La primavera se resiste a dejar paso al asfixiante verano, y se agradece mucho que sea así.

Entre Lanteira y Jérez del Marquesado paramos para intentar repostar en la fuente al lado del río, pero sigue seca. En cambio, al otro lado, restos de haber festejado San Juan se muestran apetecibles: cajas de cerveza, refrescos, cubiteras, botes de ketchup, todo un festín que por ahora no nos sentimos tentados.

La verdad es que subir con un todoterreno por esos carriles perdidos del monte es una gozada, cada bache no es una plegaria al santo patrón de los montañeros para que el bajo de tu vehículo no salte en pedazos. Tomamos el desvío oportuno, y ya estamos en el Corral de Turón, el punto de partida.

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El sitio invitaba a quedarse, con la acequia discurriendo grácilmente en dirección al valle, con una temperatura envidiable y el canturreo de los pájaros como fondo. Pero no, el temible cortafuegos esperaba para ser subido, el peor desnivel del día, que como siempre, pilla en frío y a pelo. Pero no hay miedo, hinchamos pecho, nos abrochamos bien los cordones de las botas, y embadurnados de protección solar iniciamos la marcha. El ritmo es tranquilo pero continuo, y en menos que canta uno de O.T. (o sea, un gallo) estamos en un collado donde aparece el Sulayr, nuestro Sulayr, que aún sin saberlo sería el protagonista de la jornada. Allí encontramos a unos senderistas que supongo que vendrían desde Postero. Ya no volveríamos a ver alma cristiana alguna hasta los Lavaderos.

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El Mirador Bajo era nuestro punto de referencia, para atacarlo por su flanco noreste y de ahí llegar al Mirador Alto, obviamente, a más altura que el segundo. El Picón, Alhorí (aún con algún corredor que nos llamaba con canto de sirena desde la lejanía) y el Cerro Pelao, ahora eran nuestros vigías. Con la sabiduría que le caracteriza, Antonio nos va ilustrando sobre las peculiaridades de la flora y fauna autóctonas, recordando a Fer cuando encontramos a su “amigo” el bichus trepanadorus cerebelus.

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El Postero Alto se ve a lo lejos, con las obras de remodelación que ya han comenzado a realizarse y que esperemos que acaben pronto.

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Es increíble la combinación de distintos olores de las plantas aromáticas, cada una de ellas evocándonos alguna sensación o deseo.

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El lugar es idílico, el ganado pasta a sus anchas, y nosotros intentamos ignorarlos, no queremos perturbar su paz. Alguna que otra vaca, levanta la cabeza a nuestro paso, pero luego siguen con tranquilo quehacer. Antonio y Olga necesitan repostar agua, pero aunque cerca de las vacas hay algún manantial, no es cuestión de meterse en medio de ellas a llenar la botella. Cuando pasamos unos borreguiles, encontramos a dos simpáticos caballos, por lo menos a priori.

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Qué bonitos son, qué estampa tan bucólica entre las verdes praderas, la nieve de fondo, el olor de los piornos en flor, la fresca brisa, y el ronroneo del agua que mana directamente de la roca. Antonio saca la botella y…

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… de pronto, uno de los caballos, concretamente el blanco, se enerva, se pone chulo, nos vacila, bufa y comienza a acercarse a nosotros. ¿Qué pasa? ¿acaso el agua es tuya? ¿Es que te crees que te la vamos a gastar toda? Avanza sin pararse, y no nos gustan sus intenciones. Menudo macarra, debe ser el chori de la sierra. Para evitarnos tener que salir por patas, optamos por repostar agua en otro sitio que seamos mejor recibidos, que seguro que los hay. Ojalá se le atragante tanta agua, que le salgan ranas, llegamos a pensar. Olga es más explícita en sus sentimientos hacia el equino, que sólo le ha faltado sacarnos una navaja de esas de mariposa y hacernos una exhibición.

Por suerte, de agua nos vamos a hinchar, y entre unas piedras, Antonio encuentra un escondido manantial para saciar su sed. Puede irse a freír espárragos el caballo y “su fuente”. Acto seguido, tocamos nieve, todo un placer.

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Entre Patroclos y Cassandros y demás fauna grecoserrana, el estómago ya nos hace llamamientos de urgencia para que lo llenemos, pero aún nos queda un gran trecho y no nos demoramos mucho. Pasamos la primera valla, que nos indica que más abajo está la dehesa del Camarate, donde pastan toros de lidia. Pensamos que bueno, como estarán más abajo, no hay problema.

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Antes, habíamos tenido la oportunidad de ver unas grandes aves que las tomamos por águilas o milanos, pero sus movimientos en círculos y su carácter gregario, ahora más activo al vernos más débiles, nos hizo temer que eran lo que en realidad eran: buitres. Por si un caso tenían más hambre que nosotros, sacamos fuerzas para hacerles ver que íbamos sobrados.

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Después de este episodio, era la hora de la manduca. Buscamos el refugio y el abrigo de un roquedo, que a modo de atalaya y con unos bancos naturales, era un balcón perfecto para ver el arroyo de Covatillas. Estamos en el Castillejo. Para nuestra sorpresa, una vez devoradas nuestras provisiones, nos dimos cuenta que este refugio resultó ser la parte más expuesta de la ruta. Esas rocas parecían más inestables que el pensamiento de Paris Hilton. Por suerte, este día no decidió separarse ninguna “piedrecita”.

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Ya divisamos los Lavaderos, y también seres humanos y algunos seres perrunos, que pasean por allí, algunos en grupos bastante numerosos. Parece que hay overbooking de personal. La bajada va por varios arroyos, túneles de nieve y un sendero.

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De camino, toca foto de bandera, que abajo lo vamos a tener más complicadillo, así que ponemos nuestra mejor cara, posamos y nos exhibimos como en el mejor “fotocol” (seguro que es el mejor, sin duda).

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Y llegamos, estamos ya allí. Por fin presentamos nuestros respetos a este mágico lugar. Yo siempre había pensado que no podía haber lugar más bonito en el mundo que el circo de Siete Lagunas, y creo que sigo pensando lo mismo. Pero si hay otro lugar donde he experimentado casi las mismas sensaciones es en los Lavaderos. Todo pasa a un segundo plano respecto del agua, la auténtica protagonista. La primera cascada nos recibe, nos deja embobados, no importa cuánta gente haya, todo el mundo mira hacia allí, bueno, casi todo el mundo, menos los que están echando una apacible siesta en las verdes praderas que circundan los cursos de agua; un agua que mana de miles de sitios, que comienzan a juntarse en arroyos más grandes, para luego precipitarse hacia el vacío, con una música para nosotros celestial.

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Esto es espectáculo puro y duro. La naturaleza deja pequeña cualquier obra hecha por la mano del hombre. Hacemos fotos, tantas, que mis compañeros temen por la integridad de mis falanges, debido al frenesí que produce disparar a destajo. Por suerte, consiguen reducirme y tranquilizarme.

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Como ya hemos comido, lo que hacemos es ir recorriendo el lugar, viendo las lagunas, las cascadas, los túneles de nieve, en fin toda la maravilla que es este paraíso escondido, que si no fuera por el gentío que lo visitamos, parecería aislado del mundo.

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Tampoco podemos dormirnos en los laureles, ya que aún tenemos que regresar, esta vez por el sendero Sulayr, y eso supone un buen trecho, ilusos de nosotros. Así que bajamos hasta la segunda cascada, que si ya nos había impresionado la primera caída de agua, esta la superaba con creces.

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En este lugar, elegimos el momento de tomarnos el postre, que habíamos dejado para disfrutarlo aquí. Antonio y Olga traían un bizcocho casero de plátano y chocolate (al 72% oiga) y yo aporté un botellín de sidra asturiana. Vamos, una mezcla explosiva para los más exigentes paladares. Un nevero nos hizo de improvisado refrigerador, poniendo la bebida en su punto. Cuando nos disponíamos a disfrutar de tan deliciosos manjares, aparecieron un grupo de los que arriba estaban, y no sabíamos si había sido coincidencia o bien que se olieron el festín que nos íbamos a meter y querían su parte. Esperamos; seguimos esperando porque están haciendo fotos; nuestras bocas salivan, se desencajan, miramos al nevero y del nevero a los “invitados”; no se van; nuestros ojos ya empiezan a hacer tics nerviosos; parece que se van y empezamos a sacar las banderas de gran regocijo; pero resulta ser una falsa alarma: regresan porque se han equivocado (¿o no?). Y ya parece que sí, que es nuestro momento. Una mascletá de júbilo, algarabía y gozo ilumina nuestros rostros. Ya podemos escanciar sin recelo la sidra, y repartir dichosos como buenos hermanos montañeros el suculento bizcocho.

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La felicidad es plena, nunca supo tan bueno un bizcocho como aquí, y es que pienso que la sierra multiplica por mil las sensaciones y los placeres.

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Pero todo lo bueno se acaba, y en este caso, si hubiera habido más, seguro que también. Toca seguir adelante. Tomamos el camino de nuestros “ojeadores” y vuelve a haber otra sorpresa: una nueva cascada, y esta vez, más espectacular que las otras dos juntas. Pensamos que hemos tenido suerte de hacer el recorrido a la inversa de lo habitual, pues el premio está al principio y no al final.

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Seguimos bajando, y sí ya pensábamos que esto no podía mejorar, teníamos el postre como colofón, el inicio de los Lavaderos, con otra caída más increíble todavía. Esto parece el Circo Internacional. ¡Dios mío! vuelve mi ataque de “fotografismo compulsivo”. Ya mis compañeros se miran entre ellos y cuchichean si no hubiera sido buena idea haber traído una camisa de fuerza, eso sí, de gore tex, por supuesto.

Al filo de lo Posible

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Ya llego a creer que esto es un decorado, que alguien se está riendo de nosotros, y que cuando nos vayamos, seguro que lo desmontan. Pero no, es real, no pido que me pellizquen porque seguro que se ensañan conmigo. Antonio no puede remediar hacer un anuncio de Fa a lo nevadensis.

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Al filo de lo Posible Ahora sí que sí, hay que retornar, y cogemos la acequia para buscar el Sulayr, el bendito Sulayr. Pero la cosa no va a ser tan fácil, pues no tenemos mucha referencia sobre por dónde caerá. Así que decidimos que “atrocharemos” sólo “un poco” hasta cruzárnoslo. Puedo adelantar que llegamos al Sulayr, pero en sus últimos metros.

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Comienza nuestro periplo de regreso. Entre rocas, enebros y piornos, con sus pinchitos tan monos que atraviesan la tela de los pantalones, avanzamos, buscando el Sulayr. Y éste no aparece. La suerte de llevar botas no salvan de más de una torcedura. Estamos dentro de lo que podríamos llamar “senderismo extremo”. Pero el tiempo apremia y hay que seguir avanzando. Tenemos varios gabinetes de crisis, algo habitual en nuestras salidas y vamos solucionando con optimismo cualquier vicisitud.

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Hay quien nos observa y nos dedica sus mejores deseos desde una prudente distancia.

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En un sube y baja constante de cruzar barrancos conseguimos llegar a una zona algo más llana, pero igual de lejos de cualquier atisbo de localizar el Sulayr. Eso sí, de sendero nada, sólo algunas trochas de vacas que seguimos más bien por inercia. Estamos en una zona muy salvaje de Sierra Nevada, sin ningún tipo de signo de civilización, únicamente en la más lejana lejanía, valga la redundancia.

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Por unos momentos, abandonamos el caos de piornal y enebral y las amables praderas nos permiten descansar los ya molidos pies.

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Esta ilusión acaba pronto. La pesadilla en forma de “no sendero” regresa, pero con un añadido; si a la ida atravesamos una valla, ahora volvíamos a encontrarnos con otra pero de level 2. Ésta es más difícil de flanquear, no vemos ningún punto débil por donde pasar y esto nos pone en guardia. Ponemos toda nuestra destreza a nuestro favor y el espíritu de equipo consigue doblegar el obstáculo.Al filo de lo Posible

Pero ¿qué se escondía tras este casi imposible de traspasar contratiempo? Pues nada más y nada menos que un surtido de la más brava y peligrosa ganadería de toro de lidia, negros, zaínos y de desafiante y afilada cornamenta. El sepulcral silencio que se mascaba en el ambiente sólo se vio roto por el movimiento de nuestras gargantas en perfecta coordinación para emerger un “glups” de catálogo adornado por una gota de frío sudor cayendo por la sien. Reunión de equipo: hay que seguir, vamos a hacernos bulto y así parecemos algo más grande.

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Con el paso firme que nos permite el precario equilibrio de nuestros bastones sobre los piornos, enebros y roca, seguimos. El nerviosismo nos hace soltar tímidas risitas, chascarrillos para liberar tensión e incluso rezar para no hacer de recortadores improvisados, que algunos hace años que olvidamos hacer volteretas. También pedimos a todo lo que creemos que no alcen la mirada y piensen que ya que está San Fermín cerca, es un buen momento de entrenar. No valdría nuestra excusa de que no llevamos periódico ni pañuelo rojo. Alguno nos mira desde la lejanía, pero los que realmente nos preocupan no tienen el menor interés en ver qué carajo hacemos nosotros en sus dominios. Si al final resulta que el único que se nos puso farruco fue el caballo gorrilla de la fuente.

Tensión, mucha tensión, pero la valla level 3 aparecía ya como salvadora, siempre y cuando, claro, la sorteáramos. Aquí había que utilizar otra técnica más subterránea, y tocar el suelo y lo que escatológicamente lo cubría. Pero estábamos fuera del peligro de los toros, y eso era de agradecer. Piruetas, festejos y alegría se desataron en el grupo. Lo habíamos superado.

Ya más como acto de fe, que como realidad sabíamos que el Sulayr tenía que estar cerca, ese Sulayr que ya comenzábamos a dudar que existiera. Y de pronto, ladera abajo aparecía una franja limpia de piornos, enebros y roca, lisa, sin obstáculos, sin hacernos pasar por equilibristas. Mariquilla quería besarlo como si fuera el Papa. Qué gran momento.

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Sólo nos teníamos que dejar llevar por su suave y casi aterciopelado firme, y eso hicimos, estábamos dóciles, relajados, y casi por inercia llegamos al cruce que casi ocho horas antes habíamos traspasado. Nos esperaba como último obstáculo el cortafuegos, que como suele ocurrir en estos casos, se hace eterno, sobre todo cuando tus pies piden a gritos que los liberes de las botas. Llegamos.

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Ya únicamente quedaba regresar, y salvo el pequeño susto de arranque del coche, todo lo demás era cuestión de irse mientras se ponía el sol.

En resumen, una ruta preciosa, con un gran premio por asistir a uno de los paisajes más espectaculares de Sierra Nevada, de los que merece la pena ver, disfrutar y sentir, y con una gratísima compañía.

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Author: Motorizer
•martes, junio 15, 2010

Al filo de lo posible

Hoy es 13 de junio y nieva, no hace excesivo frío, pero voy abrigado mientras mis pies dan un paso tras de otro, y oigo el continuo repiqueteo de los crampones al chocar sobre el helado suelo que está cubierto de un inmaculado manto blanco. Mi chaqueta también está adquiriendo por momentos ese gélido color. Nadie habla, solo escuchamos, escuchamos el gran silencio sólo mancillado por nuestro lento y cansado avance.

Esto parecería un pasaje de alguna novela de montaña o de un lugar muy lejano, pero sin embargo se trata de parte de la experiencia que ayer tuvimos la suerte de protagonizar. Alguno dirá, “sí sí, ya ya, en el sur de la Península, casi metidos en verano, y llega el notas éste y nos cuenta esta milonga. ¿No te habrías fumado algún trócolo en la playa y, junto con los efectos de calor, sufriste alucinaciones?” Pues no. Hablo de Sierra Nevada, de junio y del nevazo que nos cayó subiendo al Mulhacén. Es lo que tiene la alta montaña, imprevisible.

Unas cuantas semanas antes, Manolo sugería volver al Poqueira e intentar hacer cumbre en el Mulhacén. Esperanzados en que ya casi metidos en el agobiante verano, la nieve no iba a ser un obstáculo para conseguir el objetivo. Claro, esto a tanto tiempo vista era lo más lógico y previsible. Nada más lejos de la realidad. Unos días antes, una bajada considerable de las temperaturas anunciaba lo que luego corroboraron todos los pronósticos meteorológicos. Iba a estar animado el fin de semana y había que llevarse toda la cacharrería.

Unas bajas de última hora redujo el grupo a Miguel, su cuñado Paco, más conocidos como el Comando Ejido, Sebastián, Carmen, Carmen Jr, Maggie como la Happy Family, Luis y Manolo por el equipo de los Tigres, y , Jesús y yo, por el equipo de los Leones.

Puntualmente nos recogía Manolo en el punto de partida a Jesús y a mí, para posteriormente sumar a nuestro grueso a Luis, que nos esperaba en Aguadulce y donde intentamos hacer un Tetris en el maletero con todos los bártulos. En el Ejido, Miguel y Paco esperaban en otra gasolinera distinta a la que llegamos (bueno, para eso están luego los teléfonos móviles). Sebas, las Cármenes y Maggie habían partido antes hacia Capileira.

Tras las presentaciones de rigor, enchufamos el rumbo hacia Capileira, por esa “maravillosa” autovía que une tan cómodamente Almería con Málaga desde hace tanto tiempo. El tiempo lo veíamos desde Motril ya algo negro, con la sierra cubierta de una espesa cortina de nubes. Pasado Órgiva, el termómetro comenzó a bajar dramáticamente, más propio del otoño que del cuasi verano alpujarreño. Sin demora pasamos el pueblo de Capileira, viendo como el personal iba abrigado, y cogimos el carril hasta la Hoya del Portillo, con ligeras gotas cayendo sobre los coches.

Al filo de lo posible

En el aparcamiento ya sacamos todos el equipaje de batalla para protegernos de un chubasco inminente, mientras Jesús se ponía en contacto con Sebas, el cual le comunicaba que  habían salido ya, pero lo habían hecho por la Cebadilla, camino totalmente desaconsejable hoy en día para subir al refugio. Decidimos esperarlos algunos y el resto que tirara para arriba. Por suerte, la demora no fue mucha, y en poco tiempo estaba ya el grupo “arrenjuntao”.

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A pesar de lo plomizo de la jornada, los paisajes sacan su mayor belleza en estos momentos, y agradecemos en parte no tener un sol de justica que castigue nuestras cabezas, sobre todo cuando llevamos tanto peso encima. No es por nada, pero no sé que nos ocurre tanto a mi hermano como a mí, que acabamos llevando siempre un mochilón, más propio de una expedición al Himalaya, a las espaldas. Como siempre, gana por k.o. técnico Jesús.

Al filo de lo posible

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La subida es cómoda y las vistas, espectaculares. Todavía no hemos llegado a la nieve, pero ya se intuye la gran cantidad que hay. Los valles llevan una gran cantidad de agua, el deshielo está siendo generoso.Al filo de lo posible

Al filo de lo posible

Hemos calculado más o menos la hora de llegada al refugio, que poco a poco lo vamos viendo más grande, pero antes, hay que sortear los primeros neveros y luchar por controlar los rugidos agónicos de nuestros estómagos, pues el temprano almuerzo queda lejísimos en el tiempo, y dentro se fragua una hecatombe de hambruna de dimensiones titánicas.

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Nos sorprendemos con la grandiosidad del deshielo, y eso nos sirve de distracción para no oír el desvencijado motor diesel gástrico pidiendo jalufa. El tiempo por ahora, aunque amenazante nos está respetando, y así lo deseamos hasta que lleguemos al refugio.

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Unos últimos metros, y el Poqueira nos abre sus puertas, o mejor dicho, las abrimos nosotros, deseando quitarnos las pesadas mochilas y fichar cuanto antes.

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Hay ambiente dentro, pero se ve que el pronóstico del tiempo y un accidente (que posteriormente nos enteramos) ha dejado algunas plazas vacantes. Por suerte para Maggie, se permite que pueda dormir dentro, aunque para ello sea en la habitación más fría del refugio. Un detalle por parte de los guardeses. Casi sin darnos cuenta, ya estamos sentados a la mesa para meternos entre pecho y espalda un suculento surtido de calóricas viandas bien regadas con gloriosos caldos, que agradecemos de corazón.

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Estamos reventados y poco a poco, la obligada visita al baño nos va retirando uno a uno a nuestros aposentos a descansar. Los tres últimos, Paco, Jesús y yo, cerramos filas poco después de la media noche, cuando no quedaba ni el Tato en el salón. Ahora toca intentar dormir hasta la madrugada siguiente, con la banda sonora de la Orquesta Sinfónica de Sierra Nevada interpretando el Miserere del Ronquido en Do Mayor.

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Amanece que no es poco, y está lloviendo, vamos, una noticia genial. Valoramos la situación mientras desayunamos, y decidimos que ya que estamos, por lo menos intentaremos hacer cima, y así, dicho y hecho, a las ocho de la mañana estamos en la puerta de salida, de boxes, con toda la artillería pesada listos. Sebas decide quedarse, pues ninguno de ellos ha podido dormir en toda la noche, y no tienen el cuerpo para fiestas.

Al filo de lo posible

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Ya no hay vuelta atrás, la pena es que sabemos que no vamos a tener vistas, pues la niebla lo oculta todo, y sin embargo, por ahora la lluvia nos va a estar dando por… eso, lo que sigue. Por suerte, el viento no tiene hoy ganas de madrugar.

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Hay quien nos mira y se descojona de nosotros, ¡que cabronas! Pero nosotros buscamos acortar hasta llegar al carril que nos conduzca a la Caldera sin hacerle mucho caso.

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El andar se hace continuo, y casi sin darnos cuenta, aparecen los primeros neveros. El primero se puede sortear bien, pero al siguiente se hace preciso ponerse de Robocop, calzarse los hierros y sacar el pincho. Y aquí es cuando, en la ardua tarea de armarse para afrontar la batalla contra la nieve aparece entre la niebla. No, no es el Yeti, ni el Big Foot, ni el Aberronchus Nevadensis; es Sebas, el último superviviente, que llega como una bala, derritiendo la nieve a su paso, como un Atila alpinístico.

Al filo de lo posible

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Ha salido una hora después, y para colmo, ha subido por el río, mucho más empinado, y aquí está, fresco como una rosa recién regada por el rocío de la mañana. Aquí ya hay que extremar la precaución, y aunque hay huella no permite fallos.

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Estamos por el Paso de los Franceses, y el origen del nombre no nos tranquiliza precisamente. Arriba no se ve apenas nada, así que proseguimos sin pausa pero afianzando bien el piolet a la ladera. No vayamos a “vicisitudes”.

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En el siguiente nevero la cosa está más complicada, así que Sebas decide abandonar, al no llevar material. Nos despedimos de él y seguimos hacia delante. A veces, la niebla es magnánima con nosotros y nos deja entrever algunas maravillas.

Al filo de lo Posible

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Pero pronto, el paisaje vuelve a desintegrarse entre la niebla. Estamos muy cerca de la Caldera y el collado del Ciervo se ve a lo lejos, pero vemos inviable acercarnos y decidimos tirar en diagonal para ir cogiendo altura. Miguel ha tomado un camino alternativo distinto al nuestro, y a base de vocerío montañero intentamos mantener el contacto. A esto que comienza a nevar, lo cual nos pone la cosa más complicada. Y aquí es donde empieza nuestra propia ascensión individual, con nuestros pensamientos, con nuestra nieve sobre nosotros, con nuestros pasos rompiendo el silencio. Más adelante recuperamos a Miguel para el grupo.

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Sin referencias de ningún tipo, sólo el gps de Luis nos va indicando la altura y lo que teóricamente nos puede faltar. Jesús se ha adelantado y pronto oímos su voz diciendo que ya está allí, la cumbre se puede divisar, entre la nieve, que golpetea nuestros cuerpos, y donde ahora sí que se nota el frío.

Al filo de lo posibleAl filo de lo posibleAl filo de lo posible Al filo de lo posible Al filo de lo posible

Hemos hecho cima en el Mulhacén, el techo de la península, un 13 de junio, como si fuera pleno invierno. No deseamos estar mucho más tiempo arriba, no se saca ni las cervezas que llevamos, ni nada para comer, y apenas da tiempo a coger la bandera e intentar hacer fotos, algo muy difícil por el “atosigamiento” de la nieve.

Al filo de lo posible

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Aquí es cuando se monta un rápido y fugaz gabinete de crisis. ¿Por donde bajar? Por voluntad unánime estamos de acuerdo en hacerlo por la loma en lugar por la oeste, que es por donde hemos subido, más expuesta. Y dicho y hecho, enchufamos hacia el Mulhacén II en una cómoda bajada, a pesar de la nieve, que lo rebasamos y tomamos el sendero que se deja intuir entre el blanco traicionero.

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Pocas fotos se deja hacer el día, además de que no queremos entretenernos mucho. Conseguimos alcanzar el carril que viene desde la Hoya del Portillo, buena señal. Vamos rápido y bajamos altura rápidamente, con lo cual, la nieve se convierte en aguanieve y posteriormente en lluvia. La cosa es no dejarnos tranquilos. Encontramos el refugio del Nido de Ametralladora, una valioso recurso en caso de marrón inesperado. Por suerte, o por ser un sitio casi desconocido, está limpio por dentro.

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Desde allí, se divisa el refugio del Poqueira, es casi un mero trámite que tenemos ganas de acometer y ponernos a resguardo, cambiarnos de ropa, y devorar la comida como osos de Kodiak que se hayan tirado a dieta de biomanán un mes.

Al filo de lo posible

Al filo de lo posible

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Sebas y demás familia ya se han marchado, así que ahora nos toca a nosotros, pues sólo quedan cuatro gatos mal contados en el refugio. Miguel, Luis, Manolo y Paco ya han tomado posiciones en la mesa, y el último que se hace de rogar es Jesús, al que todos esperamos para que abra ese maravilloso tupper con jamón de Serón, maravilla de las maravillas. Espera a que salivemos compulsivamente, nuestros ojos se intenten salir de las órbitas, y para ello, quiere que suframos un poco más; se recrea lentamente en el ritual de apertura del recipiente, mientras nosotros nos amontonamos unos sobre otros con empujones, meteduras de dedos en los ojos e insultos varios por pillar el primer trozo que salga de ahí. No recuerdo quien fue el privilegiado, pero sé que a mi paladar llegó el exquisito sabor de una deliciosa loncha del “oro rojo porcino”.

Es de justicia decir que también se repartieron demás viandas que llevábamos el resto, pero el jamón es el jamón. Por suerte para mi cuñada, el tupper no fue devorado entre la vorágine depredadora de hambrientos montañeros.

Había que pagar y coger los bártulos, es el peor momento del día, no sólo por aflojar la guita de nuestras alforjas, sino por lo duro que supone partir. Por delante teníamos un regreso que hicimos en tiempo record, eso sí, cagándonos en las muelas del tiempo que ahora se despejaba para sorna sobre nosotros.

Al filo de lo posible

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Daban ganas de quedarse, pero, en fin, nuestro sino es regresar. Claro, que el tiempo no se iba a estar quieto, y si nos había llovido, nevado y salido el sol durante apenas tres minutos, faltaba el granizo. Y aquí que llegó el muchacho, azotándonos de nuevo nuestras cabezas y todo lo que pillaba a su paso. Sólo le rezábamos a todo lo que conocemos para que las simpáticas bolitas más pequeñas que un smint (pero sin beso) no llamaran a sus hermanas mayores con las que se juega al ping pong, y que de propina el cielo no se nos cayera encima como a los Galos de Asterix. Las nubes ahí estaban, esperando el momento de pegar un pepinazo que cambiara de color nuestra ropa interior. Por suerte, se quedó en una pose chulesca y de vacile de los cumulonimbos, y de ahí no pasó.

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Pocas ganas de hacer fotos y sí muchas de llegar. La verdad es que aquí nos esmeramos en casi correr hacia nuestra meta, y en menos tiempo del esperado estábamos enchufando los últimos metros entre el bosque de pinos. Ya nos encontrábamos en la Hoya del Portillo, nuestros coches no estaban reventados pero nosotros sí. Fue un renacer descolgarnos las mochilas de la espalda.

Ahora todos estamos felices, contentos y satisfechos por el momento vivido. Ha salido un fin de semana completo, con una grata compañía y con un componente inusual para quien  no conozca la montaña. Una gran invernal casi en verano.

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Y aquí una muestra del recorrido que hicimos el domingo, gracias al aparato (el gps se entiende) de Luis.

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Nota del narrador: Como me pasa en muchas rutas, he echado de menos a mucha gente,  personas con las que me hubiera gustado compartir estas experiencias, amigos que están lejos, amigos que no han podido asistir por imprevistos u otras obligaciones, que se encuentran estudiando o que tienen que entrenar para empresas mayores. En cada ascensión por mi parte tienen un humilde homenaje.