Author: Motorizer
•domingo, agosto 29, 2010

 Fotos CHULLO NOCTURNO 079

Hace calor, mucho calor; tanto que ya, incluso para los que les gusta disfrutar de él lo empiezan a ver cansino, tan casino como el Waka Waka. Estamos en plena feria de Almería, donde al asfixiante calor se suman la algarabía de las casetas, en una armonía de perfecta mezcolanza de ruido infernal, muchedumbre sudorosa aderezados con los gorros publicitarios de la empresa de turno que desea felices fiestas y la fermentación en nuestras aceras de esa curiosa mezcla de restos de tinto de verano, cerveza y orín, dejando el característico aroma de Oeau de Fair.

Nuestro plan de huida ya estaba urdido desde hace tiempo, convirtiéndose en todo un clásico en estas fechas desde hace unos cuantos años. Se echa de menos abrigarse, y es surrealista que superando ampliamente los 33 grados uno prepare, entre movimientos de mano y mano para apartarse el sudor que cae a borbotones desde la frente, una mochila en la cual se van metiendo, guantes, un jersey de manga larga, forros polares, haciendo que su contacto con nuestra piel, aunque sea un solo microsegundo provoque un rechazo como si de una quemadura se tratare. Pero realmente deseamos, y efectivamente así fue, tener que utilizarlos.

Pese a ausencias de miembros míticos de esta banda de forajidos montaraces por diversas circunstancias, el grupo que encara esta, más que excursión, expedición va a ser numeroso, con el bautismo de varios de sus integrantes en el maravilloso mundo de los “gastasuelas” en el monte.

De Almería, en horario taurino, salíamos puntualmente dos vehículos con los siguientes expedicionarios: Dani y Mari Carmen, Fede e Isa, Pablo y Mari Luz, y Jesús y yo, grupo variopinto de varias parejas unidos por distintas relaciones (matrimoniales y fraternales, que todo hay que explicarlo). El termómetro castigaba nuestra desesperada huida hacia tierras más fresquitas, y conforme avanzábamos por la autovía no hacía signos de cambiar. Pero sí, el cambio comienza a hacerse realidad en cuanto atravesamos el portón en el que aparece el cartel que indica que estamos a 14 kilómetros de la Ragua. La temperatura baja a medida que nosotros subimos y, una vez apeados del coche, podemos saborear unos maravillosos 25 primaverales grados. En apenas una hora y poco hemos llegado y sólo falta por hacerlo el Comando Serón, los cuales no se hacen esperar: Sera, Kris y Dirk cierran el grupo de aventureros.

El Chullo espera, y para sorpresa nuestra Kris nos muestra todas las viandas de procedencia teutona que tenía preparada: ensalada de patata, salchichas de las “güenas” que no saben a plástico y latas de cerveza. Y eso hay que portearlo para arriba; como no hay sherpas por allí para contratar sus servicios, Sera y yo nos achinamos un poco los ojos y nos ofrecemos voluntarios. Ya está todo listo.

Sin más dilación tomamos el cortafuegos para arriba, comprobando cómo están haciendo labores de clareo y entresaca del bosque. Choca verlo tan ligero de árboles, donde antes era una impenetrable y oscura masa de pinos la luz se ha hecho un hueco entre los que están en pie, mientras se apilan los troncos cortados en los márgenes. Incluso en la cima del cortafuegos hay instaladas unas cuadras para las bestias que se encargan de transportar esos troncos.

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La luz del atardecer es mágica y eso mitiga la dureza inicial del recorrido. Pronto, el Chullo muestra nuestro destino final y la temperatura empieza a ser alegremente fresquita, sin viento, algo importante.

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Vamos con tranquilidad, no hay competición aquí, si no simplemente ganas de disfrutar de la tarde, en un lugar que parece alejado de todo, del bullicio, de los lomos recalentados en la plancha al son de las canciones de moda y las invasivas sevillanas.

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El sol va ocultándose rápidamente cerrando su ciclo diario, y aún tenemos que subir un poco más para llegar a la cima.

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En el refugio del Chullo tomamos un pequeño descanso, ya sabemos que nos queda poco, pero tampoco vamos a gastar fuerzas en vano, así que allí nos dejamos caer por unos minutos, teniendo como espectador a un gran ejemplar de macho montés que desde su atalaya no sabemos qué puñetas está haciendo, convirtiéndose en objetivo de nuestros “objetivos” y de nuestras especulaciones.

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Todo es bucólico, fantástico, los colores, el silencio, la magia de la montaña en su estado puro y nosotros, como siempre, privilegiados espectadores. Aquí no hay prisas, pero sí ganas de coronar la cumbre, más que nada porque llevamos los pertrechos necesarios para saciar nuestros estómagos de la manera más sibarita posible.

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El día acaba, llega a su fin justo cuando estamos coronando el hito que nos indica el techo de Almería. Lástima que estos momentos duren tan poco.

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Arriba estamos más a merced del viento, que aquí sí que parece residir la mayoría del año, pero por suerte es sólo una brisa, pero una brisa que obliga a abrigarse y buscar el lado protector del mojón del  Chullo, y allí es donde se aposentan la mayoría mientras otros nos da por esa chaladura de hacer fotos.

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No dejo de alucinar con los colores, con el brillo del atardecer, para mí uno de los momentos más bonitos del día.

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Pero aquí no sólo hemos venido a gastar disparador, sino a menear y batir mandíbulas de la forma más compulsiva posible. Así que Sera encuentra un sitio ideal, al abrigo de unas peñas donde aposentar traseros de la manera más digna, mientras se destapan los deliciosos manjares que cada uno aporta: vino chileno, salchichas y ensalada alemanas, sidra asturiana, empanadas “caseras” y embutidos de Serón, me río yo del Bulli ese.

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Y claro, la cosa se va animando, gracias a la cerveza y al vino, y entre mordisco, deglución y trago, algunos sacamos la vena artística intentando exteriorizarla de la mejor manera posible, con esculturas en luz de claro signo priapístico. El esmero incluso en los detalles añadía mérito a nuestro esfuerzo, pero el resultado distaba mucho de conseguirse, y no por ganas. Tal vez unas cuantas sesiones más y lo hubiéramos logrado. Mejor entonces no decir cuáles eran nuestras intenciones.

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Es cierto que hace una noche preciosa, increíble y si no fuera por lo que es, invita a quedarse a dormir allí, contemplando las estrellas, pero hay que regresar, ya con la noche encima, así que tiramos de frontal para recoger todo y echar zancadas hacia abajo. Sale la luna, con un tono anaranjado que por desgracia no puedo ni sé inmortalizar, y es nuestra compañera hasta llegar a los coches, donde esperan dos botellas de vino cortesía de Kris y Dirk, por las cuales, algunos pusieron pies en polvorosa desde la cima desapareciendo en la oscuridad de la bajada. Una vez descorchadas y consumidas toca despedirse, satisfechos por echar un rato con los amigos, por haber podido huir del calor que más abajo nos espera, y que nos parece querer hacer despertar de este sueño que año tras año nos renueva, y al que espero que podamos repetir pronto.