Author: Motorizer
•lunes, mayo 09, 2011
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¿Cómo iniciar esta crónica? Pues como casi siempre que tengo un rato libre: sentándome relajadamente enfrente de la pantalla del ordenador, con música ambiental y haciendo un esquema mental donde organizar todas las experiencias. Y la verdad es que hay mucho que contar. Aún con la resaca de un fin de semana inolvidable se hace necesario plasmar todo lo acontecido.IMG_6119

Nuestro reto de este año era volver al Corredor de los Machos, un lugar algo especial para este humilde juntaletras aficionado, ya que el año anterior mi primer contacto vino acompañado con una cierta “vicisitud”, y como en muchas cosas de la vida, hace que un hombre deba volver a plantearse afrontar nuestras más impactantes vivencias y saldarlas con honor y categoría.

Pero sin querer centrar esta crónica en mi persona, procedo a relatar lo que un grupo de osados montañeros consiguieron hacer, no sin alguna penuria pero con suficiente arrojo como para comérsela con papas, chopped y fideos chinos cocinados en un maravilloso infiernillo.

Tras unas semanas de dimes y diretes, de voy o no voy, de hay que practicar antes o no, teníamos configurados el tándem definitivo: Miguel y su furgona, que se dejaba caer desde la vecina Jaén para Granada, tras asistir a un evento de parapente; José Gabriel y su inseparable “Juan Robles”; Tote y el Cuñaísimo, Jose, nuevo en nuestras lides, pero no en otras más peligrosas; Sera, el gran maestro Jedi del alpinismo; Jorge, el incombustible coleccionista de salvajes aventuras, y en último lugar, un servidor.

Salvo los dos primeros, Miguel y Jose Gabriel, el resto quedamos donde siempre, en Canal Sur, estando casi puntuales a la hora convenida, media tarde. Nuestra intención era llegar a una hora relativamente prudente al Albergue Universitario, para aposentarnos, esperar a nuestros compañeros y cenar antes de irnos a la cama temprano. Como es lógico, estos planes siempre tienen algunas variaciones inevitables.

Arrancamos motores, dividiéndonos en dos vehículos y dirigiéndonos hacia Granada. En esta ciudad había que hacer una parada técnica: Jorge quería hacer unas compras, como el Pretty Man del alpinismo que es. Y a Sprinter que nos fuimos. Buscaba un par de zapatillas de correr, vamos unos tenis de toda la vida que decimos en Almería. Como es algo que no es para pensárselo a la ligera se probó todos los pares que había en la tienda, hasta los de mujer y niño, daba igual que no le estuvieran bien. Era como el cuento de la Cenicienta pero al revés, el príncipe en este caso lo que buscaba era su zapatito de cristal. Y al final encontró no un par, sino dos (esas agresivas ofertas de segundo par al cincuenta por ciento surte efecto). Cuando por fin vimos que había pasado la tarjeta, rápidamente maniobramos protegiendo sus flancos para que no hubiera arrepentimiento, y como guardaespaldas de algún potentado banquero, salimos pitando del recinto escoltándolo hasta el coche, que no quedara ni un resquicio de duda o indecisión.

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La Sierra al fondo estaba envuelta en una nube muy fea, pero fea fea, de las de difícil mirar. Así que sabíamos que allí arriba la cosa no estaba muy fina, al contrario que en la ciudad, donde el calor apretaba de lo lindo. Y así lo fuimos comprobando conforme tomábamos altura: la temperatura comenzaba a disminuir hasta los dramáticos 4 grados, y llegando a nuestro destino, la niebla nos envolvía. Y claro, bajamos muy chulitos de los coches, con nuestras mangas cortas. Nunca he visto a nadie que se ponga algo de abrigo tan rápido como lo hicimos nosotros, y eso que teníamos la ropa en la mochila/maletas ¿Puede ser que atravesemos los tejidos sin abrir las cremalleras? Esa tarde pensamos que sí.

Tomamos posesión de nuestra habitación tras confirmar los datos de la reserva y de que nos entregaran “La Llave”, o mejor dicho, esa peculiar abrecancela amarrada a un bloque de hierro macizo que entre dos tuvimos que subirlo a la habitación. Nuestras literas corridas forman tres pisos. La de arriba se la queremos sortear, o bien a los que presumen de escaladores experimentados o a los que quieren cenar opíparamente unas fabes al infiernillo.

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Es un lujo tener el salón casi para nosotros solos, con la chimenea encendida, la televisión de pago a la carta y el mando a distancia para elegir lo que más nos apetezca y que por democracia unánime se queda en ver películas de estreno. Pero la perfección es absoluta cuando el encargado nos dice que antes de preparar la cena para el resto de huéspedes, nos abre el bar para que bebamos o comamos lo que le pidamos. Obedientes, le pedimos unas cervezas que sentados cómodamente y acompañadas de unas patatas fritas, son el mayor delicatessen que uno pueda pedirse; no necesitamos más.

A esas alturas ya habíamos contactado con Miguel, que venía en su furgoneta, donde dormiría, y con Jose G., que a trote de su Juan Robles se aproximaba hacia nuestro punto de encuentro. Y lo hizo, justo cuando la niebla iba desapareciendo, con lo cual, ya no supimos si ésta lo hizo porque el J.R. la desintegró a su paso, o porque era lo natural que tocaba en ese momento. El atardecer, espectacular, para estar echando fotos hasta que se te disloque el dedo.

Sacamos a la intemperie, una vez instalado el sexto componente de los que íbamos a dormir allí, las vituallas para darnos una cena que nos diera fuerzas en la vigilia que nos iba a tocar hacer, porque lo que se dice horas de sueño iban a ser escasas. Lo infiernillos funcionaron de manera desigual, consiguiendo los dos Joses unas maravillosas sopas, mientras yo me peleaba por conseguir unos decentes tallarines a la carbonara. Fue la primera vez que probé la sopa de tallarines.

Entre meneo y meneo de sopa, llegó Miguel y se agregó a nuestra tertulia manduca. En verdad no éramos aún conscientes que nos quedaban pocas horas para las cuatro de la madrugada, así que el irnos a la cama se nos hizo difícil, pero por fin conseguimos cerrar los ojos. Nos esperaba un gran día.

Amanece. Bueno, mejor dicho, suena el despertador a las cuatro de la mañana y está todo muy oscuro. Crees que es una broma de mal gusto, pero no, irremisiblemente no puedes remolonear en la cama y hay que tocar diana al resto de compañeros. Somos espectros que lentamente nos vestimos, vamos al baño e intentamos hablar en voz baja y no hacer ruido, cosa a veces difícil. Y llega la decisión ¿qué me pongo? Seguro que fuera hace un frío que congela hasta a los cubitos, así que hay que echar toda la artillería.

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Fuera tampoco hace tanto frío y conforme empecemos a andar nos va a ir sobrando ropa. Miguel está ya listo y espera pacientemente a que vayamos bajando al vestíbulo del Albergue. Lo llevamos todo, así que, “to tiezo pa’rriba”.

Es de noche, y eso produce una sensación placentera: no hay viento, hace frío pero se está muy bien y Granada tiene su traje de noche, con sus luces allí a lo lejos. Aún no hemos tocado nieve, pasamos por la imagen de la Virgen que sirve de pórtico de entrada a la aventura. No hay marcha atrás. El silencio se ve roto con el familiar y deseado crujir de la nieve sobre nuestras pesadas botas. Vamos charlando, pero a veces callados, porque son momentos para disfrutar, aún queda para el amanecer y nuestros frontales son la única guía que tenemos. Yo creo que es unánime la sensación de libertad, de sosiego y de placer entre todos los que estamos allí. Incluso Jorge se limita a llevar su  frontal y no sacar la espada láser.

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No tiene mucha complicación e historia llegar hasta las Posiciones del Veleta, ni tampoco mucho que contar. Vamos subiendo hasta ese punto, a veces con algunos montañeros, que como nosotros, han madrugado, buscando, tal vez, otros destinos distintos al nuestro, o el mismo, quien sabe. Lo comprobaremos cuando estemos allí.

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El sol ya ha hecho acto de presencia, creando un ambiente mágico, onírico y llenando de vida el mundo. Sus primigenios y tímidos rayos nos calientan y animan a seguir y cuando comienza a tomar protagonismo, llegamos a las Posiciones. Toca esperar, ya que otros han llegado antes y están montando el tinglado para bajar. Mientras, aunque con frío, nuestros ojos se posan en el maravilloso Corral del Veleta, en la cantidad de nieve, pero también en los vestigios de los grandes aludes que se han producido, y eso nos hace tomar conciencia de dónde nos vamos a meter. El Cerro de los Machos, y su corredor, a mí personalmente me vigila, y yo a él, no nos quitamos ojo, como en esos duelos a media tarde en el Lejano Oeste. Toca estudiar todos sus movimientos y no dar ningún paso en falso que lo ponga en ventaja.

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Les cedemos el turno a tres que van a hacer el canuto del Veleta, cosa que nos agradecen pero que nos aconsejan no volver a hacerlo, y por fin, nos llega el gran momento. Uno de los puntos clave del día. Sera lleva ya un rato frotándose las manos, y no precisamente por el pelete que pega a esas horas y en ese sitio. Se encarga de montar todo el tinglado y como en la carnicería se va pidiendo la vez. Tote hace de avanzadilla para ser el punto de apoyo en la base del rápel. Llega al suelo no sin antes sufrir algún que otro contratiempo con la cuerda pero que gracias a su experiencia logra solventar holgadamente.

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El siguiente en la lista es Jorge, que cámara en casco se dispone a estrenar en estas lides. Bajo la atenta mirada de Sera y dándole éste claras y precisas instrucciones baja. Los minutos pasan eternamente, pero por fin escuchamos por el walkie que se ha reunido con Tote. La colectiva respiración contenida explota y un gran júbilo y regocijo se palpa. Houston es una fiesta estruendosa. Le siguen Jose G., Jose el cuñaísimo y Miguel, que  bajan sin problemas.

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Me toca a mí, mientras, otro grupo de tres ha rapelado usando un parabolt a nuestra derecha, y le enviamos la cuerda. Ellos también van al canuto del Veleta. Bajo pegando saltitos y con gran velocidad, pero pronto mentalmente me digo que no me emocione mucho, que no pertenezco a los Hombres de Harrelson y que son muchos metros los que quedan. El brazo se carga y entran ganas de pisar terreno más estable. Toca sortear una grieta de nieve muy fea pero con un pequeño salto más arriba se queda. Me reúno con Tote.

Sera se merienda el rápel y bajamos los tres a reunirnos con el resto. Si arriba nos estábamos quedando pajaritos ahora sobra ropa. No hay viento y el corral hace de olla, cociéndonos poco a poco. Nos colocamos en un buen sitio para desayunar lo que nos habían preparado en el Albergue y nos disponemos a salir dirección al inicio del corredor. Tenemos que tirar casi de Sera porque el canuto del Veleta le atrapa con cantos de sirena, allí tan blanco, tan majestuoso, tan imponente, pero tan vertical… el año que viene le damos candela.

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Ahora toca ir tranquilos, pero no tanto, la nieve comienza a ablandarse con el aumento de la temperatura y la presencia de restos de aludes nos obliga a apretar esfínteres y no entretenernos. Hay grandes bloques de nieve, así que mejor pasar rápido.

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Con un pequeño pero apretado destrepe en nieve nos asentamos en la base del corredor. Aquí ya la nieve no nos gusta nada, muy húmeda y se deshace con facilidad. Tenemos que hundir pies y piolets hasta el fondo para afianzarnos lo mejor posible, aunque siempre dentro de la precariedad.

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Sera va enchufado, seguido de Miguel, Jose, Jorge, Tote y Jose G. Yo cierro el grupo.

Ha llegado el momento. Me mentalizo a que esto no va a ser igual que el año pasado, me tranquilizo, pero la tensión la llevo muy latente. Sé que necesito estar concentrado, esto es entre el corredor y yo, entre la nieve y la montaña y un insignificante hombre. Tengo muchas cosas presentes, y eso me hace que por cada movimiento que hago, tres los tengo bien sujetos. No suelto uno hasta tener los otros agarrados. Y así avanzo, metro a metro, segundo a segundo, pioletazo a pioletazo. Cada patada con los crampones a la nieve incrusta mis pies lo más adentro en ella y me aleja de mis “vicisitudes”. No tiene muy buena pinta el corredor, es un caos de nieve heterogénea, con bloques y descompuesta en muchos sitios, pesada en otros y dura en las umbrías. Sigo metiendo mi piolet en las entrañas de la Bestia, es una batalla entre un minúsculo David y un blanco e imponente Goliath.

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Comienzan a caer pequeñas cantidades de escorias de nieve, buscando el valle. Nos protegemos. Sé que esta vez no me toca, todo lo contrario, tengo que subir y llegar hasta al final, y lo consigo. Podemos sortear todas las dificultades y por fin celebramos la salida de este particular infierno. Ahí quedan mis fantasmas más amargos, alejados a golpe de piolet y de patadas con más alma que fuerza. Las botas se me han aflojado del ajetreo que les hecho pasar.

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El premio nos espera: unas vistas increíbles de todo lo que nos rodea, platos de lujo con el mantel más blanco que uno pueda desear. En el grupo es todo euforia y celebración. Jose va un poco tocado pero aguanta el tirón. Sera, que ha perdido los guantes, y Jose G. ya están viendo por dónde tira la Fidel Fierro por si eso de que hagamos el año que viene el Corral del Veleta, vamos a ver. Don Erre que Erre es un hippie pasota de la Cala de San Pedro al lado de ellos. Tendremos que contentarlos algún día por supuesto.

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Disfrutamos de un merecido descanso, pero sin demorarnos mucho. Hacemos fotos, grabamos en vídeo, tomamos algo de aliento, otros desbeben, pero descartamos hacer el cerro de los Machos, pues supondría una ida y vuelta y el consiguiente retraso. Así que toca otra de las fases delicadas del día: la travesía por el Paso de los Machos.

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Hace mucho calor, el sol da de lleno y el estado de la nieve empeora a ojos vista. Mientras la travesía es horizontal no existe mucho problema y pasamos bajo el Zacatín y el Salón paseando. Pero a la altura del Veleta la cosa comienza a cambiar. Las cornisas de arriba no son una visión muy apetecible precisamente, sobre todo porque pueden desmoronarse en cualquier momento, así que apretando que es gerundio.

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Cuando miramos hacia abajo vemos que cualquier fallo puede suponer caer muchos metros, y en algunos tramos a lugares que no nos gustan ni un pelo y de consecuencias fatales. Así que, de nuevo concentración, medir los movimientos milimétricamente y no pensar en otra cosa que en lo que estás haciendo. Tote sufre un desafortunado resbalón que le deja un recuerdo en forma de labios reventados que sólo queda en un susto (y que luego parecería el hermano pequeño de Carmen de Mairena). Jorge y yo esperamos a que se recupere y proseguimos. La fila se alarga y vamos desfilando lenta pero continuamente. Es ahora cuando piensas que por qué estás allí, cuando podrías encontrarte en cualquier lugar mucho más cómodo y seguro. Vale, de acuerdo, pero después no tendría esa satisfacción interior que provoca enfrentarte con tus límites.

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La gran cornisa de nieve quiere abalanzarse contra nosotros, y es cierto que cuando te paras, en el tenso silencio pueden oírse sus crujidos y sus lamentos. Últimos metros, y ya estamos a salvo. A esas alturas yo ya tengo la cabeza para explotar. Son muchas horas al sol y tenemos hambre y cansancio. Hemos coincidido con el grupo que rapelaron a nuestro lado, entre ellos, como no podría ser menos un personaje peculiar: montañero curtido a su estilo particular, que como el Tío de la Vara cruza vasares imposibles a golpe de energía madura y sabia. Con su cámara inmortaliza los grandes escenarios de Sierra Nevada, su fauna y sus singularidades. Como le han dado cuerda, mientras nosotros alimentamos el buche, es nuestra emisora de historias montañeras. Bellas historias con vacas, lagunas y neveros, que a varazo limpio ha surcado y con su particular cámara analógica ha guardado (aunque luego en la tienda le velaran los carretes en más de una ocasión).

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El refugio de la Carihuela se encuentra aún sepultado con una entrada excavada que para lo único que ha servido es para que los cerdos dejen allí sus pertenencias. Por nuestra boca no salen las maldiciones que por dentro pensamos, ya que estamos comiendo y somos de buena familia. Pero todos coincidimos que haríamos con los dueños de esos detritus, y precisamente muy bien parados no saldrían.

Se hace tarde, pero por suerte toca un largo y cansino paseo, sin mayor dificultad hacia los coches, y acompañados por nuestro nuevo amigo durante un buen tramo iniciamos el regreso. Ya vamos cansados, y poco a poco nos vamos despojando de todo el cacharrerío que llevamos encima. El sol aprieta ya de más, te dan ganas de decirle algo. Algunos suben hacia el Veleta, unos bien preparados y otros buscando alocadamente unas quemaduras de primer grado en su orondas barrigotas que lucen orgullosos ante la letal radiación ultravioleta de estas altitudes. Todo sea por presumir el lunes de “no me toques la espalda que me he quemado”. Las imprudencias de la montaña, oiga.

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Casi ningún esquiador, podemos decir que la sierra es nuestra, y si no fuera por los remontes, sería una gozada. Aunque parezca mentira, empezamos a pensar que estamos hasta el gorro de nieve, pues vamos a paso de elfo/orco (pisas casi sin rozar la nieve en un paso, y te hundes hasta las ingles en el siguiente). El primer contacto con el asfalto duro ya supone una delicia para nosotros, quién nos lo iba a decir. La lengua pide a gritos ser refrescada, y en nuestros pensamientos se transfiguran todo tipo de botellas rezumando fresca humedad, y conteniendo distintas fermentaciones hidratantes.

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La Hoya de la Mora hierve a medio gas, nada que ver a hace unas semanas, pero aún así, tiene muchos visitantes de distinto pelaje, pero predominando las familias, que algunas se asustan al ver a los astronautas que no saben muy bien de dónde hemos salido.

Los coches, allí siguen, para que hagamos el strip tease alpino con el que ponernos, con menos gracia que un chiste contado por Calamardo, ropa limpia y fresquita y quitarnos esas botas que ya nos están cociendo los pinreles, saliendo de ellas mejillones al vapor recién hechos.

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Y por supuesto, a sentarnos a disfrutar de unas merecidas bebidas fresquitas, con vistas al Veleta. Desde esa perspectiva, cualquiera diría que nos hemos tirado 12 horas dándole a la bota. Al final, ha resultado bien la operación. Algunos nos hemos vuelto a enfrentar con nuestras “vicisitudes”, otros ha conocido al monstruo, otros han apuntado una más en su palmarés, pero al final, todos hemos sido protagonistas de esta película que por lo menos, tiene asegurado el Oscar a los mejores escenarios: Sierra Nevada.