Otoño. Que palabra más evocadora. Suena a “se ha ido por fin el verano”, a castañas asadas, a colores, temperaturas más frescas y a que había que retrasar una hora el reloj. Pero esto último no lo tuvo en cuenta Olga, mi compi de esta aventura, y a eso de las ocho y veinte de la mañana me llamaba para preguntarme si me había pasado algo. Yo le contesté que no, que habíamos quedado a las nueve: “claro”, me dijo, e inmediatamente me di cuenta por su silencio, que ella el reloj no lo había puesto con el nuevo horario. Rápidamente empaqueto lo que me queda de petate, mientras el té se hace, y corro para que la pobre no siga esperando.
Ponemos rumbo a, ¿dónde, damas y caballeros? ¿Quién vive en una piña en el fondo del mar? ¡No os oiiiiiiiiiiiiiiiiigo!, ¡más fuerte! Pues sí, al Montellano, nuestro clásico punto de inicio, nuestra segunda casa, refugio, chabola, cueva, el sitio perfecto donde arrancar una gran parte de nuestras hazañas.
Pero antes de llegar a nuestro lugar de descanso del guerrero, nos para la “Emetérica” en la rotonda de acceso. Rápidamente hago inventario mental de mi armamento. ¿Dejé mi Jungle King II en casa junto al Bazooka? Sólo llevo a Manuela 3.0, mi inofensiva navaja regalo de mi cuñada, digna sustituta de mi Elendil particular, Manuela 2.0, y ésta a su vez de mi fenecida Manuela 1.0. Le piden a Olga la documentación del vehículo y el carnet de conducir. Todo está ok y nos dejan proseguir el camino. Tenemos cara de niños buenos y Manuela 3.0. estaba a buen recaudo. Total, si sólo la iba a utilizar para comerme una manzana.
Y allí nos esperan, como siempre, bien atendidos sin necesidad de alfombra roja, y con la precaución de conocer de qué pie se cojea por allí. Así que me pido media supergigante tostada de tomate y jamón, con un colacao. Me lo traen entre dos camareros que como costaleros salen de la cocina de rodillas, hasta que el maestro de barra grita, “al cielo con ella”. A Olga le preparan un bocadillo, también pequeño, porque los XL no le cabrían en su mochila, y en esta ocasión la guita no nos llega para contratar porteadores sherpas.
Y ahora, rumbo a la Roza. En la Sierra hay nubes, lo presentíamos que iba a tocar, pero no nos importa, sólo esperamos que el día respete. Cruzamos Abrucena, que la encontramos muy cambiada desde la última vez que nos dejamos caer por allí, algo así, como más animada. Los cortijos echan humo por sus chimeneas, y es que apetece ponerse al abrigo y el calor de sus candelas.
En el área recreativa no hay un alma, por ahora, así que seguimos avanzando hasta llegar al cruce con el cortafuegos. Allí plantamos el coche hasta más ver. Lo vamos a dejar durante un buen rato más solo que Chuck Norris en una fiesta antiguos alumnos del colegio Nuestra Señora del Rosario.
Hace una temperatura estupenda, sin viento, algo nublado, pero lo preferimos, no vaya a estropearse la cosa por pedir demasiado. Y sin más dilación allá que vamos que nos vamos, sin prisa pero sin pausa, cogiendo la pista que coincide con el tramo de Sulayr.
Una familia de paseo viene para abajo y nos comenta que vaya “ritmillo” llevamos para ir cuesta arriba. Nos preguntan qué donde vamos, y al decirles que a Piedra Negra, sueltan un “ofú” vaya tela, menudos máquinas. Nos quedamos a cuadros, puesto que no lo vimos tan sobrehumano nuestro objetivo. ¡Qué cosas! Por un momento repasé mentalmente si entre mis palabras no habría dicho Annapurna en vez de Piedra Negra, pero no, estoy seguro que he dicho esto último. De aquí a nada empezamos a salir con el Calleja en la televisión.
La verdad es que este tramo inicial no es muy llamativo para nuestras suelas, sin embargo, el percal cambiaría si estuviéramos pedaleando, así que vamos tomando nota que para la próxima, nuestras burras nos tienen que llevar por aquí. Vemos algunos ciclistas y eso refuerza aún más nuestras ganas.
La cosa cambia cuando ya cogemos sendero, encalomándonos por esos cerros entre espesos pinos. Es el momento de divertirnos, por supuesto. Se nota que hay humedad por las lluvias tan esperadas de este extraño otoño, pero para una micóloga experimentada como Olga es una frustración no encontrar ni una sola seta en el camino.
La serenidad del bosque anima a avanzar, su silencio, su penumbra y su halo de misterio… hasta que llegan los olores. Esos aromas intensos que te hacen buscar qué planta es la que los produce. En mi desconocimiento botánico me atrevo a decir que huele a Melisa o a Hierbaluisa, vamos, como son nombres que suenan a plantas aromáticas, pues alguna será. Localizamos una de ellas, pero vete a saber qué sería. Igual hasta acierto, oiga.
En el siguiente paso nos viene otro olor, y esta vez es a incienso de misa. Esto… perdón, ¿habrá alguna ermita cercana y no nos hemos percatado? Según el mapa y nuestra visión panorámica no hay ninguna, pero sigue oliendo a incienso. Pues nada, no encontramos la planta que provoca nuestro misterioso olor del día.
Del lugar de las plantas aromáticas bajamos por un pequeño y casi seco torrente hasta la pista forestal, pero únicamente es para volver a coger al otro lado lo que queda de subida al sendero que prosigue más adelante, y que el agua se ha llevado en las lluvias de hace dos inviernos.
De nuevo nos internamos en el bosque, unas veces más fantasmagórico que otras, y que en algunos tramos está precioso, ya que oculta tesoros tan valiosos como arces, mostajos y otros arbustos de hoja caduca, que suave y paulatinamente va dejando caer, custodiados por los tétricos pinos.
Llegamos al árbol Rayo, un pino, capricho de la naturaleza que así lo modeló, y que tiempo ha nos sirvió para inmortalizarnos haciéndonos pasar por las letras del mejor grupo australiano de todos los tiempos. Parada casi obligada, pues no hemos hecho apenas una pausa desde que comenzamos a patear.
Vamos un poco desorientados en el tiempo que llevamos y en lo que nos queda, así que cuando de nuevo vemos que un cartel que pone 900 metros para el refugio de Piedra Negra, nos alegramos por saber que en apenas 10 minutos estaremos papeando, que a pesar de tener la fama que tienen las tostadas del Montellano, yo ya las llevo en el talón desde hace rato.
Cortafuegos por fin y para arriba. Aún no se ve nuestra meta pero podemos notar que está allí, al abrigo de los pinos. Pero no vamos a estar solos. Escuchamos en la cercanía como viene un todoterreno por el camino del cortafuegos, y a un ritmo bastante alegre (como se nota la reductora). Es una familia que se dirige al refugio, obviamente. No hay otro destino.
Por supuesto que llegan antes que nosotros, y ya a unos escasos 100 metros comprobamos que empiezan a salir dos matrimonios y un mozalbete en edad de conocer zagalas, sacar bártulos para comer allí, neveras, botellas, un cachorro de pastor alemán y hasta un lamec… digo un perro pequeño sale del maletero pegando saltitos.
Cuando llegamos, se confirman nuestras sospechas, una agradable familia que sabe disfrutar de la naturaleza como cada uno buenamente puede y quiere. Los hombres ya están enfangados en la estufa encendiendo lumbre, un fuego con un humo que se queda más dentro que fuera. Nos invitan a entrar, pero yo ya estoy bastante servido con el olor a arenque ahumado del fin de semana anterior, así que educadamente les rechazamos la oferta de quedarnos dentro. Preferimos mesa en la terraza con vistas.
El estómago ruge que me da hasta miedo y rápidamente escarbo en mi mochila buscando algo que lo apacigüe antes de que empiece a devorarme de dentro para afuera. Y ahí sale la mano de santo: dátiles con almendras, otrora una bomba calórica no apta para seguir la dieta de la alcachofa, pero que aquí es manjar obligado. Saco a Manuela 3.0., lanzo al aire la barra de tan excelso manjar y comienzo a pegar mandobles en el aire. Sobre la servilleta caen perfectamente cortados varios trozos para ser devorados por nuestras fauces. Olga y yo damos buena cuenta de esta deliciosa vianda, y desde dentro siguen las ofertas de compartir mesa en el refugio. Con una diplomática y contundente negativa desechamos la invitación una vez más.
Mientras dentro manducan, uno de los perros con nombre de portátil, Acer, sigue jugando como buen cachorro, buscando piñas que devorar y otros elementos menos agradables. Es un pastor alemán precioso y muy sociable, y así nos lo hace saber su dueña, que nos ofrece una copa de vino que primeramente desecho: “es que tengo que conduci… ¡anda, no! ¡Si esta vez no me toca! ¡Traiga usted para acá que le peguemos un tiento!”. Nos sabe esa copa a gloria. Yo la mezclo con batido multifrutas que ya tenía abierto, y con nuestros bocadillos.
Sale tímidamente el sol y nos tomamos el té con una de mis sorpresillas escondidas en lo más profundo de la mochila: una quesada pasiega de las lejanas tierras cántabras, otro placer más para el paladar. Nuestros vecinos comensales comprueban que no sólo de bocadillos nos nutrimos, que sabemos cuidarnos al igual que ellos.
Nos comentan que ahora van a tirar hacia el Doctor, haciendo la ruta de los refugios en todoterreno. Le pedimos al cabeza de familia que nos haga una foto en la puerta del refugio, y tras varios intentos lo consigue. Primero le doy instrucciones de cómo disparar mi cámara, sufro cuando lo veo cogerla como si le hubiera dado unos calzoncillos sucios y ordenado que los echara a lavar. Por suerte para nosotros dice de repetir, ya que la foto anterior compruebo que nunca la hizo. Y casi se la tengo que arrancar de las manos cuando empieza a tomarle el gustillo a eso de fotografiar con cámaras ajenas. Así que le damos el cambiazo por la Blackberry de Olga y rápidamente pongo a buen recaudo a mi tesoro.
Es hora de despedirse, no sin antes decirle a Olga nuestro improvisado fotógrafo que le recuerda a una sobrina suya que vive en Granada y que hace tiempo hacía también montaña, teniendo entre sus hazañas una integral desde Granada hasta Fiñana, casi nada. Los apellidos no coinciden con los de Olga, así que desechamos cualquier parentesco con nuestro tertuliano. Decimos adiós y partimos.
Regresamos por el mismo itinerario, volviendo a pasar por el sombrío y melancólico bosque, por el Pino Rayo, por los tétricos senderos, por la zona de aromas y olores silvestres (y el incienso) y todo en un tiempo record.
Ya en la pista, nos adelantan dos ciclistas que resultan ser los mismos que durmieron en la Polarda con nosotros. De hecho se me quedan mirando y me imagino que seguirían pedaleando pensando que de qué carajo me conocían. Hay que reconocer que este tramo se nos hace ya algo largo e incómodo, más que nada por lo monótono que puede llegar a ser y más sabiendo que es lo único que nos queda para llegar al coche.
El encinar centenario que nos flanquea por ambos lados de la carretera es una maravilla, y me hace evocar épocas más remotas donde leyendas mágicas podrían hacerse realidad perfectamente entre su arboleda.
Va oscureciendo, pero vamos bien de tiempo, y nos cruzamos con una familia bastante numerosa que va de paseo, hasta que aparece en la última curva nuestro coche para nuestra tranquilidad y descanso. Podemos volver a casa sanos y salvos.
Pues ¿qué decir de esta ruta de inauguración de la temporada otoñal? Pues que es una maravilla poder saborear el otoño de esta manera, que nuestra tierra tiene rincones para poder perderte, casi solitarios, para felicidad de nuestras retinas, que te hacen sentir un aventurero y casi descubridor de tesoros escondidos y que por suerte, siempre tenemos la oportunidad de compartir con buenos amigos, en este caso amiga. Esto no acaba más que comenzar, auguramos una gran temporada.