Author: Motorizer
•domingo, mayo 30, 2010

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¡¡¡Uff!!! Así se puede resumir como está la parte menos noble de mi espalda después de casi 60 kilómetros de estar montado en una incómoda atalaya a la que vulgarmente le suelen llamar sillín. Y es que nosotros no teníamos ni idea de qué íbamos a hacer este sábado. No había nada programado, teníamos varias alternativas, a cuál más sufrida, más teniendo en cuenta que hacía mucho tiempo que no cogíamos las burras.

Pues nada, como la cosa estaba así, decidimos salir de Almería hacia Retamar y de allí, ya veríamos.

A las nueve de la mañana quedaba con Jesús y Jose, que venía desde el Parador, y a una puntualidad más que británica, en perfecta sincronización llegábamos al punto de la cita. Por ahora no pega el sol con fuerza y vamos con fuerzas de sobra, porque, todo hay que decirlo, es cuesta abajo lo que vamos recorriendo. En la gasolinera del río (que vuelve a fluir tras la tormenta de ayer) hemos quedado con Antonio, y para ello probamos el nuevo carril bici que recorre el margen derecho del Andarax. Una gozada por lo tranquilo de la zona.

Tras la primera recogida de Antonio, ahora toca la de Fernando, con el cual hemos quedado más adelante, cruzando el puente. También se agrega, llegando como una centella azulada.

Pero no todo termina aquí, hay una tercera recogida, Manolo y su señora que nos esperan en Costacabana; alguien comenta que esto se asemeja a una escena de Forrest Gum, y que veremos a ver si cuando miremos para atrás, tenemos a medio Almería siguiéndonos. Cruzamos ya por carril sin asfalto la zona de tarays en dirección a la zona del gaseoducto. Hasta ahora, un día perfecto, soleado, sin excesivo calor ni viento, pero a pesar de ello, nuestro tierno “pirineo” no está curtido, y empieza a lamentarse por ese maltrato constante.

Una cuarta recogida en Retamar es el punto de inflexión de la ruta. Mi hermano Jaime espera en la puerta del apartamento, con su imagen desenfadada de haber salido la noche anterior, no suponiendo ningún obstáculo para ponerse a pedalear como un poseso a las dos ruedas. Aquí se decide tirar hacia las espaldas del Acebuche, zona residencial del lugar, como monísimos adosados de color ocre. Le echamos valor y para “alante”.

Al principio es todo asfalto, con algún repecho que a algunos nos hace hincar el pie en tierra y subir dignamente arrastrando nuestra bicicleta. Desconozco cuanto queda para el ecuador de la etapa, pero para alegría nuestra, justo cuando acaba encontramos un desvío antes de llegar a los Juanorros, y que nos mete ya en un carril algo descompuesto, que acaba en un trigal “relicto” con una estrecha vereda, encontramos lo que andábamos buscando.

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De ahí, volcamos hacia la rambla, y aquí empieza el fandango, la marcha, el mambo number five, la chicha, el mejunje de la ruta. Hay que ponerse manos a la obra y comenzar la parte técnica del paseo. Es todo una prueba de equilibrio.

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Pronto estamos rodeados de matorral y de retamas, cuya florida vestimenta no sólo nos embriaga con su maravilloso olor, y nos sirve de exigua sombra, sino que nos hace que tengamos continuos ¡Zas en toda la boca! en un frenético baile de intentar esquivar su ramaje por tan estrecho pasillo. Es todo un festival de precario equilibrio, poniendo a prueba nuestros gemelos al atravesar los arenales. Menos mal que es cuesta abajo.

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Pronto, la rambla se abre, y tras haber medio desayunado ramas de retama con algún  tropezón, damos de bruces con la carretera. Estamos ya muy cerca del final.

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Cogemos la rambla por debajo del puente y tomamos un carril que se hace cómodo de recorrer, ancho, plano, guijarroso, pero sin que sufra en demasía el esfínter (éste ya tenía lo suyo).

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Estamos en Retamar, donde hacemos la operación inversa, dejando a Jaime allí y regresando dirección Costacabana. Ahora, cualquier guijarro del camino es una dolorosa letanía para ese lugar por debajo del coxis. Incluso pasar por los bosquetes de Tarays no supone ningún trauma, yo creo que allí, cualquier ataque desprevenido no nos supondría una experiencia más dolorosa que la que llevamos en nuestras posaderas.

En Costacabana despedimos a Manolo y señora, y enfilamos de nuevo la carretera hasta la Universidad, donde no cogemos el carril bici, sino el paseo marítimo paralelo, que a la par, se nos hace más cómodo para poder avanzar más en paralelo.

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Últimos kilómetros, y el estómago comienza a rugir violentamente. Para mayor castigo, el cruce por el Paseo Marítimo de Almería con los efluvios de las cocinas de los chiringuitos nos abren el apetito, y comenzamos a ver alucinaciones, en forma de suculentos y grasientos Kebab, figuras en pose escatológica e incluso de comida. Ahora le toca el turno de descolgarse Antonio, que, afortunado él, tiene la casa al lado.

A nosotros aún nos quedan unos kilómetros más de sufrimiento, ahora ya no sólo en el “pirineo” sino en el buche. Vamos tocados los supervivientes, excepto Jesús, con las rodillas con ciertos y agudos pinchazos. Enchufamos la Rambla y ahora es el turno de Fernando que se despide hacia su ansiado hogar.

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Cómo no podía ser de otra manera, el último tramo es cuesta arriba, aquí no hay compasión, y gritamos que llegue ya el final. En el Ballesol, despedimos a Jose, que ha de poner rumbo en el coche a su casa, mientras Jesús y yo, nos dirigimos un rato cuesta abajo hacia nuestras respectivas metas.

Dejo a Jesús, y vuelvo como esta mañana, solo, pero extenuado, deseando bajarme del sillín, con la rodilla izquierda rabiando y con una simpática subida hasta coronar lo que me parece un puerto de montaña de 1º categoría: he llegado a casa.

Author: Motorizer
•lunes, mayo 24, 2010

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Tranquilo el público femenino, no es que los chicos de AFP vayan a hacer ningún calendario benéfico ligeritos de ropa mostrando sus mejores encantos. Se trata del Cerro de los Machos, en Sierra Nevada, cuyo corredor nordeste iba a ser nuestro objetivo y sueño desde varias semanas atrás.

Así pretendía comenzar la habitual crónica, pero unos interminables segundos más ciento cincuenta metros han cambiado radicalmente mi enfoque de la misma (y de la vida). Quitando esta “vicisitud”, que apareció sin ser expresamente llamada, hay que ser justo y decir que este fin de semana ha sido la invernal más intensa que como colofón final de la temporada se podía merecer.

Tras varios días perfilando el grupo que íbamos a intentar esta actividad, quedábamos al final the four horsemen, Sera, Antonio, Tote y yo. Nuestra intención no era otra que hacer una expedición en toda regla, pasando nuestra fase de aclimatación el día anterior a altitudes superiores al nivel del mar. Así que elegimos el Albergue Universitario como campamento base. Tote se nos descolgaba contra su voluntad a última hora, víctima de obligaciones más poderosas. Así que, a las 17:00 embarcábamos camino de la montaña los tres restantes.

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Conforme estábamos aparcando e ilustrando a un buscador de información sobre rutas de montaña por la zona, recibía la llamada del encargado del Albergue, confirmando que íbamos para allá en menos de veinte segundos.

Ya estábamos alojados, con la pesada losa de un quintal de puro acero galvanizado por llavero; pero en nuestra alocada prisa por organizar todo, se nos había olvidado tanto a Sera como a mí algo vital y muy importante, los víveres necesarios para sobrevivir a la noche, a la mañana y a la ruta.

Caminamos dirección Pradollano, pero en ese cementerio en el que se convierte una vez que cierra la estación era imposible encontrar un supermercado donde adquirir nuestras preciadas provisiones. Fue entonces donde a la desesperada tomamos la carretera para dejarnos caer dirección Granada. Los bares, donde siempre desayunamos en nuestras otras rutas estaban más cerrados que los puños de Steven Seagal, y empezamos a pensar que haber rechazado los calamares en aceite que había en el menú del Albergue no había sido muy buena idea; hasta que al final pudimos cenar en el restaurante de un hotel donde uno de los camareros parecía no haber tenido un buen día. Con la opípara cena en los buches, hidratados y un par de bocadillos para el día siguiente, nos dirigimos a la gasolinera en la que pudimos agenciarnos el resto de avituallamiento que nos faltaba, pese a las reticencias de una dependienta que estaba deseando chapar e irse a ver la Noria.

Nos acomodamos en nuestra habitación y tras una animada charla apagamos la luz. Mañana nos esperaba un día memorable.

Amanece en ese cuarto repleto de humanidad a las seis y cuarto de la mañana. El Veleta se dibuja desde la ventana de nuestra habitación entre el vaho. Rápidamente nos vestimos, preparamos los bártulos y nos dirigimos al punto de encuentro con nuestro contacto granadino, Graciela, con la que vamos a tener el honor de compartir ruta. Presentaciones de rigor, deglución de brownies y ositos Loloo con batidos de chocolate y nos ponemos en marcha.

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La ruta, la de siempre hasta las Posiciones del Veleta, donde conseguimos convencer a Graciela que haga la ruta entera con nosotros. “Es que no tengo ocho”; “Yo te dejo uno o el reverso”. “Es que la cuerda no se ve fiable”; “no te preocupes, las tengo peores”. “Es que tengo un jabalí en el fuego”; “nada, sin problema, churruscao está mejor”.

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Sera prepara el rápel, primer gran evento del día, del cual hay que decir que está de lujo, sin nubes, sin viento, sin calor (como el que lamentablemente empieza a hacer en Almería).

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El primero en averiguar que hay más abajo es Antonio, al que le siguen Graciela y yo, para terminar Sera en una bajada espectacular. Aquí se le reza a San Petzl, San Beal, San Roca para que todo el material por ellos bendecidos no les dé por hacer alguna travesura.

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Salvamos un gran grieta que amenaza con devorarnos, pero por nosotros, que todavía estamos tiernos para su paladar. Aún así, debemos rapelar un poco más hasta donde se acaba la cuerda y de ahí destrepar al Corral. Nos fijamos que hay unos ya enfrascados en el canuto del Veleta, y nos sorprende, con admiración, por dónde se están metiendo esta gente, y sobre todo con qué velocidad avanzan hasta llegar al final.

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Comenzamos la travesía buscando el inicio del corredor, y por ahora la marcha es bastante cómoda, con una cantidad de nieve que sobrecoge.

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El calor empieza apretar y no pasará mucho tiempo antes de ver las primeras avalanchas de nieve de las cornisas del Veleta. Menos mal que estamos lejos.

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Ya hemos llegado al inicio del corredor, ya se acaba lo “horizontal” y comienza lo “vertical”, donde hay que ponerse fino. Como recibimiento, una dura placa de hielo nos hace extremar las precauciones, y, si es necesario, clavar con firmeza los piolets. Así que, a ponerse  en faena.

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Se avanza relativamente rápido, buscando la mejor huella. La nieve no es que esté en su mejor momento, pero los escalones se pueden tallar y a los gemelos les toca sufrir.

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Casi sin darnos cuenta estamos en el encajonamiento del corredor, de una gran belleza. Yo voy rezagado, esto de hacer fotos es lo que tiene, pero ocurre lo que ocurre: la “vicisitud”; Antonio me dice que se me acaba de caer el bastón y lo veo bajar inexorablemente hacia abajo sin ánimo de frenar, camino del valle. Maldigo todo lo maldecible, y espero a ver si para. Compruebo igualmente que me falta el otro bastón, así que me decido a bajar a recuperarlo. Cuando llego a éste, atisbo a ver si veo al otro, pero no está por ningún lado, y veo que hay una huella de lo que puede ser la de su deslizamiento. Así que tomo una decisión que me ha cambiado la vida: ir hacia abajo y cometer un gran error, es decir, dejar uno de los piolets como ancla a la mochila para aligerarme de peso en la búsqueda del dichoso bastón. Ni corto ni perezoso me deslizo con demasiada prisa hacia abajo para no hacer esperar al resto, destrepando con grandes zancadas en la nieve; otro craso error. Lo siguiente es que me encuentro ciento cincuenta metros más abajo, sin piolet, sin bota, ni crampón izquierdo, ni polaina y dando gracias a que la estoy viendo cincuenta metros más arriba allí, con una posición macabra de alguien a quien le ha sido amputado su pie. A pesar de todo, estoy prácticamente ileso.

Sera baja en mi socorro y me ayuda a subir, no sin antes recuperar mi cámara de fotos, que rodó nieve abajo, y cargar con mi mochila. Para colmo de buena suerte, apareció el otro bastón, un par de metros más arriba de donde ocurrió mi “vicisitud”. Yo estoy ahora mismo roto físicamente, me he desfondado y al respirar siento molestias. Nos reunimos de nuevo el grupo y tratamos de no perder más tiempo, pues la “vicisitud” de las narices nos ha supuesto una hora de retraso.

Mientras, nuevas avalanchas se suceden en el corral del Veleta, con un espectáculo sobrecogedor y un sonido no menos preocupante, nosotros seguimos el corredor, con un final que nos obliga a hincar bien los hierros a base de enérgicos pioletazos. Tras el corredor, la interminable y cansina pala por la que nos encaminamos al cerro de los Machos, el cual coronamos y nos hacemos la clásica foto de cumbre.

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El tiempo, que hasta ahora había acompañado, cambia radicalmente y vienen unas nubes que no nos gustan un pelo, así que toca aligerarnos y caminar hasta el refugio de la Carihuela. Pero claro, esto tampoco es que vaya a ser un paseíto. En la cara sur hay otras amenazas en forma de nieve. Terribles cornisas cuelgan sobre nuestras cabezas y rezamos para que aún no les dé por dejarse caer por allí.

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Con mucha precaución, en mi caso aún más y con más tensión si cabe, comemos metros a la diagonal que nos conducirá hasta donde se supone que está el refugio de la Carihuela. Unos últimos metros, tras pasar otras cornisas que escupen pequeñas bolitas de nieve para recordarnos que están ahí, como gigantes tsunamis congelados deseosos de romper contra todo lo que haya abajo, y ya hemos llegado a un lugar a salvo.

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Esto no es un refugio, es un iglú, porque a parte de estar tapado por la nieve, por dentro está decorado con el mismo material, y hace un frío glacial. Allí coincidimos con unos ilustres foreros de Nevasport con los que compartimos unos minutos mientras devoramos los bocadillos que con tanto mimo nos hicieron la noche anterior.

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Hay que volver, las nubes lo están invadiendo todo y hace frío, ese frío que tanto gusta, siempre que te abrigues, y que te hace olvidar el calor que amenaza ya con quedarse hasta pasado septiembre en estas latitudes.

Atravesamos Borreguiles, sin esquiadores pero sí con su basura, y en poco tiempo estamos ya en la Hoya de la Mora, sanos y salvos, tras casi once horas de ruta, con los objetivos cumplidos y dando gracias a la montaña porque ha sido generosa, sobre todo conmigo, cuya lección la tengo, otra vez más, muy aprendida.

Nos despedimos de Graciela, cuya compañía ha sido tan agradable como sabíamos que iba a ser, esperando volver a coincidir sin que pase mucho tiempo.

Se acaba la etapa invernal, a pesar de la gran cantidad de nieve que hay en la sierra. Esperamos que la temporada que viene sea, ojalá, igual de buena, y que tengamos la oportunidad de poder disfrutarla.

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Author: Motorizer
•domingo, mayo 02, 2010

IMG_1292 Pues eso es lo que nos ha deparado un primaveral domingo mañanero. Sobre las diez de la mañana estábamos calentando un poco, tras recoger el dorsal y camiseta conmemorativa, Sandra, Marc y yo. Unos minutos antes de la salida, llegaban primero Sergio y después David.

Mucho ambiente, mucha gente y buena música para ambientar el cotarro, nada de salsa ni merengaso, puro rock, duro, como debe ser, a golpes de Rosendo o Guns n Roses, por ejemplo.

Así que, llegada la hora de la salida, nos colocamos en posición, ajustamos los auriculares en las orejas, y nos dejamos llevar por la masa de gente hasta que poco a poco la cosa se fue estilizando y cada uno tomando su posición.

Aquí no hay objetivos, ni grandes gestas, si no correr, pasear y disfrutar, y poco a poco los metros van siendo devorados por nuestras zapatillas, en mi caso, intentando no pensar en la aparición del dolor, que más tarde hizo acto de presencia.

Unos corren, otros andan, otros van en patines o en bicicleta, la cosa es moverse. Un gran número de participantes se ha puesto la camiseta y el color rojo inunda la “Rambla de Almería”, como se le conocerá toda la vida.

En poco más de media hora llegan Marc y David, están muy fuertes. Casi poco más de 10 minutos llego yo, siguiendo mi estela Sergio, y en un suspiro Sandra. Hemos vuelto a pasar un gran día.

Para sorpresa nuestra, nos obsequian con una medalla, y te hace sentir como un campeón (en mi caso de mi casa, pero al fin y al cabo campeón).

Peleamos por conseguir un vaso de Aquarius, y entre el gentío de “no corredores” que se han puesto en cola, un bocadillo de chorizo y una caja de tomates cherry cedidos por uno de los patrocinadores.

Al ritmo de tambores africanos que amenizan el final de carrera, hacemos mutis por el foro y nos despedimos hasta la próxima.

Cómo gusta esto de correr.