Author: Motorizer
•martes, noviembre 03, 2009

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Los que a veces soñamos con viajar a sitios remotos, no sólo por la belleza de sus paisajes y montañas, sino por conocer otras culturas tan exóticas y lejanas a la vez, hay veces que tenemos suerte. A veces, no es necesario irse tantos kilómetros fuera de tu casa para percibir esa sensación. Conocíamos la existencia de un centro budista en Órgiva, y creímos que era una buena oportunidad acercarnos por allí desde Capileira.

En esta  ocasión, Sebastián y Carmen, junto a Maggie y conmigo, fueron los protagonistas de la aventura.  Eran las siete de la mañana cuando partíamos con las legañas aún en los ojos. La autovía se termina justo en el desvío de Albuñol, el cual tomamos bajo mis indicaciones, aún sin saber porqué lo hice. Curvas y más curvas hasta llegar a Trevélez, donde, sorteando cazadores que iban a comenzar una batida de jabalí, encontramos una mesa donde desayunar al fresquito mañanero. Por supuesto, fueron tostadas de jamón de la zona, faltaría más.

De Trevélez a Capileira se nos hizo largo, y una y otra vez me cagaba en las muelas propias por haber tomado ese “atajo” inconscientemente. Pero por fin estábamos allí, ya entrada la mañana, una mañana que prometía un día de escándalo: sol, buena temperatura, nada de viento, vamos más propio de la primavera que del otoño, un otoño atípico.

Busqué entre los turistas que había pululando por allí la oficina de turismo donde orientarme sobre el inicio de la ruta, y amablemente allí me dieron un mapa callejero de Capileira para salir correctamente hacia el sendero Sulayr. Ya nos pusimos en marcha, dejando atrás a los turistas de sandalias con calcetines y grandes teleobjetivos. Nos dirigimos al puente del Chistal, en una bajada entre castaños, álamos y helechos, alejándonos ya del ruido del pueblo.

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Una vez abajo, el fresquito del agua se agradecía, pero tomamos nota que la vuelta iba a ser por aquí. Sebas ya había metido el turbo en velocidad de crucero, y nosotros íbamos a su caza y captura, mientras Maggie iba y venía haciendo de cordón umbilical.

Pronto empezamos a subir y a ver a Capileira desde enfrente, todo un espectáculo de color y de luz, ese blanco contrastando con la roca y la vegetación.

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También el Mulhacén se hacía ver, como diciendo, aquí estoy yo.

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La senda comienza con una buena subida que va zigzagueando hacia las alturas, pero para Sebas esto parece el Paseo marítimo. A Carmen la vamos convenciendo de que ya queda poco y hacemos las pausas necesarias para ir reponiendo fuerzas a la vez que se disfruta del paisaje. Llegamos hasta un cortijo en ruinas donde cogemos manzanas silvestres junto a un vehículo que aún nos preguntamos cómo llego hasta allí.

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Las manzanas nos saben a gloria, sin pesticidas ni nada por estilo,  pero eso sí, concienzudamente examinadas para no encontrarnos habitantes dentro. Es hora de continuar, y ya sí, ya parece que Carmen puede respirar porque la cosa se suaviza a partir de aquí, llegando a un carril ancho, por donde los vehículos pueden pasar. Salimos del Sulayr en dirección al centro Budista y en la puerta de un cortijo le preguntamos a un simpático chavalín de sonrosados mofletes que nos dice que tras dos cruces, nos queda una “miajica”, y que cuando veamos un cartel que pone Centro Budista, que obviamente, ahí es.

Tenía razón el rapaz, y tras esa miajica, en la cual sorteamos arroyos que cruzan el camino, encontramos el citado cartel. Arriba se puede las construcciones que resaltan sobre el paisaje. Estamos en “Joselín” (como la conocen los alpujarreños). No llegamos a la hora de visita, con lo cual, sólo podemos oler las cercanías, es decir, la puerta y la estupa que recibe a los visitantes. Además, tenemos otro handicap, y es que no podríamos pasar con Maggie, pues no se permiten a los perros.

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Hay coches aparcados en la entrada, cosa que le quita el misticismo al lugar, pero aún así el silencio es sobrecogedor: tablillas de oración entre los árboles y  un tablón donde se da la bienvenida y nos informa sobre el contenido del lugar. Junto a la rueda de oración, custodiada por multitud de pequeños budas, la brisa juega con las campanillas y diversos objetos colgantes, creando una música de meditación, muy sugerente, que te  hace bajar la voz sin querer.

Hacemos dos turnos para visitar lo “visitable” mientras uno se queda con Maggie en la puerta.

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IMG_9083 Hay gente paseando por ahí, pero son también curiosos como nosotros, así que no los interrumpimos en su meditaciones, tal y como pensamos en un primer momento. Las vistas desde allí son apabullantes, viendo la costa, toda la Sierra de Lujar enfrente y la Contraviesa hacia el este.

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La tripa nos ruge como una salida de GP, así que nos olvidamos de tanta filosofía Zen, de mantras y comer hojas de loto, y procedemos a nuestros más primitivos instintos: devorar jugosa carne de cerdo y pescado que llevamos en las alforjas.  En una respetuosa distancia deglutimos tamaños manjares, acompañados de una deliciosa tortilla que hizo Carmen con cebolla y calabacín. El postre, un obsequio de Jesús: mantecados de Fondón.

Toca irse, porque queremos llegar a buena hora a Capileira. Al no ser circular, el regreso se hace un poco largo por el carril, y hasta que no  llegamos a la senda del Sulayr, llego a pensar que nos hemos equivocado de camino. Pero no es así. Puedo ver los paisajes que había tenido a mi espalda en la ida, y ahora se me muestran. Desde el Veleta hasta el Mulhacén, es un regalo para la vista.

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Sin darnos cuenta, ya estamos bajando hacia el río, y Capileria sigue ahí, cada vez más cerca. El Puente del Chistal está abarrotado de visitantes, algunos armados con enormes cuchillos de monte a juego con sus urbanas zapatillas, y es que eso de jugar a Jóvenes Castores en cuanto se abandona el asfalto es algo muy común. Nosotros pasamos como una exhalación, y buscamos un lugar donde recoger castañas. La naturaleza provee y  nosotros nos aprovechamos.

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Sebas se lleva castañas para hibernar una buena temporada, y a la llegada de unos mozos del pueblo, tras saludarlos comenzamos la última subida hasta el pueblo. Ya estamos allí, y nos merecemos un refrigerio. Pero primero hay que comprar alguno de los productos que tan sabiamente se hacen en el terreno: miel, paté de ciervo, y algún caprichito más se permite nuestro amigo y Sebas y Carmen. Ya en el bar, un vinillo del lugar y un tubito de cerveza fresquita, junto a unas tapas de jamón y de patatas con alioli nos sacian nuestro castigado cuerpo. Un final feliz para una ruta muy serena y disfrutona.

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