Author: Motorizer
•lunes, octubre 04, 2010
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Aún tiemblo de frío a pesar de estar a resguardo en mi confortable hogar al recordar la noche siberiana que nos tocó sufrir este fin de semana. Y es que, este fin de semana ha salido algo distinto a lo que lo teníamos programado. En esta ocasión la improvisación ha sido la nota dominante y la adaptación a las condiciones cambiantes tan características de esta época del año.

En principio (y al final también) disponíamos de todo el día para conseguir nuestro objetivo: subida al refugio del Elorrieta para pasar allí noche y al día siguiente regresar tranquilamente por los Lagunillos de la Virgen hasta los coches. Todo sonaba muy bien desde la comodidad de una silla reclinable y el aporreo de las teclas de un ordenador. La realidad luego sería bien distinta. Así que no madrugamos mucho y a la hora convenida estábamos en el habitual punto de encuentro Jaime, Rafa, Fer y un servidor.

Tras hacer un Tetris magistral con las mochilas en el maletero del coche de Rafa pusimos neumáticos en polvorosa hacia el Montellano a realizar nuestro ya clásico ritual de desayuno, y de ahí directos a la Hoya de la Mora, donde Sera nos esperaba quedándose pajarito, ya que soplaba el temido viento que días antes rezamos para que no hiciera acto de presencia; y vaya si lo hizo, ha sido el protagonista indiscutible, como esa actriz ya entrada en años y curtida que no permite que nadie le robe el papel protagonista de una película.

Como hacía frío, viento y el camino está ya conocido, la cámara se quedó en la funda para no inmortalizar más de lo mismo.

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Sin prisa pero sin pausa buscamos un lugar donde poder protegernos del viento y tomar algún tentempié, y poco antes de las Posiciones del Veleta asentamos posaderas y aliviamos el vacío de nuestros estómagos. Las obras de la Universiada van viento en popa, para deleite de algunos y desasosiego de otros.

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Muchos ciclistas pedalean entre una toma de aliento y otra. Si ya cuesta subir a pata, sobre dos ruedas es una lucha titánica. Nosotros seguimos a nuestro ritmo, asomándonos al Veredón para ver el Corral del Veleta, que sigue cargado de nieve, un espectáculo que no nos deja de sorprender nunca, es una de las mejores vistas de la Sierra.

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Aquí Sera ya le echa el ojo a futuros proyectos.

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Hemos hecho el tramo más fuerte y con más desnivel, ahora es un paseo por la pista hasta el refugio de la Carihuela, donde descansamos un rato, tomamos algo dentro y a pesar de estar concurrido comprobamos que sólo hay dos plazas ocupadas. El resto son meros visitantes de paso. Nos despachamos ampliamente en los placeres de la comida para atacar la segunda parte de nuestra aproximación al Elorrieta. Ahora toca un recorrido algo más exigente y por tanto en el que hay que prestar atención.

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La cosa no comienza mal, yendo por la vertiente sur por una senda perfectamente marcada con hitos, pero la manteca cambia de color cuando decidimos, o mejor dicho, nos vemos obligados a tomar la vertiente norte. El viento es un obstáculo más infranqueable que la trepada a la que nos vamos en enfrentar.

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Y como no es lo mismo subir con una mochililla pequeña que portear el frigorífico familiar a los lomos, el hecho de trepar por un lascajar de grandes dimensiones nos hacer apretar los esfínteres de tal manera que se sellan casi herméticamente (¿cómo haríamos luego nuestras deposiciones?).

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Superado el escollo de la trepada surge el gabinete de crisis: el camino no está muy claro, o por lo menos nosotros no lo vemos así. Se considera que es muy arriesgado seguir y más con el viento que nos está azotando, y el parapente mochilero no está entre nuestros planes de fin de semana.  Barajamos varias alternativas y optamos por regresar y dormir o bien en el Refugio de la Carihuela o en el de Villavientos, más lejano pero con posibilidades de llegar con luz al mismo. Incluso decimos de subir al día siguiente al Mulhacén. Pero lo que tenemos claro es que el Elorrieta se va a tener que esperar otra ocasión. Así que regresamos y nos plantamos en el refugio de la Carihuela retomando el mismo camino de ida.

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Ya en la Carihuela, valoramos que tal vez queda algo lejos Villavientos, así que, como sólo siguen ocupadas las dos plazas de antes, decidimos quedarnos allí. Además, mi constipado se ha incrementado notablemente y necesito tomarme medicación. Jaime ha sacado el saco y quiere echarse una siesta. Nosotros holgazaneamos por los alrededores contemplando las vistas que hay desde allí.

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Los montañeros y ciclistas no son los únicos que pasan por allí, algunos habitantes del lugar se dejan caer e incluso posar desvergonzadamente a lo que me temo que al finalizar el posado me pedirá algún “leuro” para sus pollicos churumbeles.

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El viento pega y cada vez nos alegramos más de haber tomado la decisión de quedarnos allí. Tomamos la dirección hacia el paso de los Guías, para enseñárselo a los que aún no lo conocen. Más habitantes se dejan fotografiar e incluso se exhiben en sonoras peleas de cornamentas, ensayando para cuando la testosterona les pida “amor”.

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Llegamos a las cadenas del Paso de los Guías y comprobamos el buen trabajo que han hecho los que desinteresadamente las han arreglado. Las cruzamos pero para volver de nuevo a pasarlas, no vamos a seguir más adelante.

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De regreso al refugio ya se nota que baja rápida y dramáticamente la temperatura. Jaime se ha echado la siesta de su vida y los dueños de las plazas ocupadas han llegado también, una pareja que se encuentran en periodo de aclimatación para irse al Nepal. Nos cuentan que han estado por el  Elorrieta pero por otra ruta, la que nosotros teníamos pensado hacer al día siguiente de regreso. Por lo que nos dicen, nos alegramos haber regresado a la “calidez” de la Carihuela.

Fuera oscurece rápidamente y nuestras tiritonas de frío nos hacen parecer más un bailarín de electro-break dance que un curtido montañero. Fer me sugiere salir a hacer fotos del atardecer que desde aquí son espectaculares: yo lo miro de arriba a abajo, analizo lentamente su propuesta e instintivamente le ofrezco amablemente que sea él el “privilegiado” que salga afuera a capturar las imágenes. Yo no me considero merecedor de tal honor.

Fer sale decidido cámara en ristre y dice que vuelve en cinco minutos. Ese tiempo se sobrepasa con creces y me preocupo, así que me abrigo al máximo y salgo a exterior, lo que me encuentro es estremecedor: Fer está como en un extraño ritual o baile tipo tarantela, en su mano derecha tiene la cámara pero no, el movimiento de expansión y retracción tan violento de su brazo no es una coreografía, sino los rapidísimos espasmos que el frío le obliga a hacer. Me dice no tiene pulso suficiente como para mantener quieta la cámara, que si lo intento yo. Y eso hago, lo intento, pero rápidamente y lo que capta primero mis ojos y luego la cámara es la misma antesala del averno, del averno helado, de Mordor, la morada del Señor Oscuro, y  una mezcla entre pavor y estremecimiento me obliga a disparar rápido y dando volteretas meterme dentro del refugio.

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El Hotel cerró sus puertas con la llegada de dos sevillanos que se acoplaron rápidamente y con los que entablamos conversación. En la montaña, los horarios se trastocan y casi a la hora de la merienda ya estábamos cenando. En la mesa larga nos acoplamos todos, repartiendo como buenos hermanos las viandas que cada uno llevaba: vino, caviar ruso, chocolate, dátiles, etc. Y aquí es cuando aparecieron las primeras visitas: se abre la media puerta y aparece desde la oscuridad y el frío de la noche un personaje preguntando si estaba Javi; ante la negativa respuesta se despide y se va. Nosotros con cara de Póker. Unos minutos más tarde, vuelve a abrirse la hoja de la puerta y aparece otro montañero preguntando por Peter. Nosotros le interrogamos sobre si él se llama Javi y están jugando al gato y al ratón. El visitante dice que no, así que no son los que se están buscando mutuamente. Se despide igualmente y cierra la puerta. Ya, nos esperamos la visita de los Peter y Javi, pero al final no pasa.

Yo creo que todos estábamos deseando ponernos en horizontal, pero para ello había que salir al infierno glacial de fuera del refugio y aliviar la vejiga porque lo que teníamos claro que a las x de la mañana nadie querría hacerlo. Esta operación es una arriesgada aventura que suele acabar, independientemente del consabido cálculo de la dirección del viento, con una declaración de insulto a tu virilidad cuando ves a lo que queda relegado por el frío tu tótem masculino. Al final lo hacemos, qué remedio.

Son las nueve y media de la noche y ya estamos metidos en los sacos. Puedo afirmar que pasamos una de las peores noches de nuestra vida, donde la creemos pasar en vela íntegramente y las miradas al reloj te hacen temer que hace tan sólo cinco minutos que lo consultaste. El viento parecía querer arrancar el techo y arrojaba piedras contra el mismo. Nos acordamos de los que un poco más abajo estaban en una tienda de campaña.

Nuestra cara del día siguiente: espectral, ojerosa, marchitada. Nunca habíamos echado de menos tanto nuestro viscolástica. Desayunamos más por obligación que por ganas, y hacemos la mochila; regresamos a casa. Pero lo que podría parecer un mero trámite se convirtió en nuestra mayor pesadilla. El viento que parecía haber mostrado su peor cara por la noche, hizo que lo que percibimos desde la comodidad de nuestros sacos fuera una dulce brisa marina que masajea tus cabellos mientras recoges conchas de la playa comparado con lo que nos esperaba.

Las rachas de viento nos hicieron que en apenas  una hora y poco estuviéramos abajo, en los coches, casi transportados sin control. Vivimos momentos tensos en nuestro avance con el cuerpo inclinado 45 grados sobre la vertical. Sera, Rafa y Jaime quedaron atrapados en una confluencia de titánicas corrientes de aire que los quería engullir en sus brazos para transportarlos a su antojo, pero menos mal que salieron del infierno.

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Algunos ciclistas intentaba subir andando, sujetando las bicicletas como si fueran cometas y algún que otro montañero se adentraba en lo peor de la ventisca, mientras nosotros volábamos literalmente hacia los coches. En mi caso, una obligada carrera que me llevaba hacia el borde de la carretera hizo que mi rodilla volviera a sus peores viejos tiempos. Pero ya estábamos casi a salvo en los coches.

Ya en la Hoya de la Mora, donde guiris con sandalias y pantalón corto subían tal vez buscando algún chiringuito donde le pongan “chincho de vieranno”, nos desplomamos al lado de los coches y descansamos lo justo para coger fuerzas y meternos dentro de ellos. La pesadilla había acabado.

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Así quedamos los protagonistas, cansados, extenuados. Esta vez el viento fue el jefe absoluto de las alturas, algo a respetar, pero, perdónenme la expresión, qué porculerillo que es el puñetero.

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1 comentarios:

On 4 de octubre de 2010, 20:15 , Fox Mulder dijo...

Gracias por la crónica Luigui. Y de tarantela nada... era un ritual de despedida del Hermano Sol, que nos deja hasta el día siguiente ;-)