Author: Motorizer
•domingo, noviembre 28, 2010
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Todo comenzó cuando a la luz de una tenue vela y sumergido en viejos códices sobre la ancestral disciplina de la elevación corporal en roca de esa biblioteca inmensa que oscureciera a la mismísima de Alejandría aparecieron unos maltratados y polvorientos manuscritos en una lengua antiquísima y que me costaba trabajo traducir. Únicamente, de las palabras Polhardah y Eshcaladah conseguí arrancar su significado, y a partir de ese momento, en mi mente se alojaron permanentemente de una forma enfermiza y obsesiva. Es por ello que consulté con un gran erudito y sabio estudioso de esas lenguas tan complejas y oscuras, el gran Serafín, y pronto dimos con las claves para descifrar el contenido de dichos manuscritos. Se trataba de un plano donde encontrar unas vías de escalada en Sierra Nevada.

Rápidamente, nos pusimos manos a la obra para urdir un plan logístico y acercarnos a ver esa maravilla que teníamos entre manos. La idea de escalar a dos mil metros de altitud tenía suficiente atractivo para dejarlo pasar por delante de nuestras tochas y quedarnos impasibles. El refugio de la Polarda iba a ser nuestro Campamento Base, y de hecho nos lo tomamos en serio en cuanto a provisiones se refiere.

Pero claro, esto de hacer planes tan a largo plazo tiene sus ventajas y sus inconvenientes. Entre estos últimos, el cambiante tiempo. Y así pasó. Anunciaban lluvias, copiosas y generalizadas, no esas lluvias que la chavala del tiempo de Canal Sur que siempre nos tapa en el mapa al ponerse en la parte derecha de nuestra televisión dicen que van a caer y que al final no caen, sino de las otras, de las de mojar. Mal empezábamos.

Día 1: La Iliada.

Jose, Piedad y Jaira, por un lado, y Eva por otro, venían de Roquetas y Aguadulce, y Sera y yo desde Almería, siendo la gasolinera del Ballesol el punto de partida. Sólo faltaba Jorge que ya anunciaba por teléfono que iba un poco más tarde a su propia ventura, pero más bien, añadámosle una “a” a la última palabra.

Llovía, así que lo de escalar se hacía ya prácticamente inviable. Llegamos a Ohanes, tomamos la pista hacia la Polarda y se nos suma la niebla, mal rollito. Un par de “vuelting” y tras varios baches, roce de bajos y salpicones de barro, llegamos al cruce donde dejamos mi coche. Ahora llueve más aún.

Cargamos en el todoterreno de Jose toda la comida y mochilas, y nosotros nos acercamos al refugio en un cómodo y apacible paseo, bajo la fría y copiosa, y húmeda, y persistente, y ventosa y porculera lluvia. Jorge no da señales de vida.

Entre la niebla, tras unos “¿cien?” metros aparece la familiar figura del refugio. Al que nos tiramos casi de cabeza. Está aceptablemente limpio y pronto acomodamos nuestros pertrechos. Sera llena de vida la estancia encendiendo el fuego (aún sin humo). Llamo a Jorge sin respuesta, se va y se viene la cobertura. Tras multitud de intentos, y con las tripas rogando, o más bien, exigiendo que las apacigüemos, consigo hablar con él: sapos, culebras y maldiciones que aquí no repetiré salen por el auricular de mi teléfono; está perdido, ha gastado medio tanque de gasolina, el camino es la auténtica autopista hacia el infierno y está perdido. Cuando pronuncia Majada de las Vacas, un escalofrío me recorre la espina dorsal y sé más o menos que se ha pasado bien pasado de sitio. Pero aún no tenemos conciencia de cuál es su epopeya.

Se decide hacer un equipo de rescate con el coche de Jose, y tras localizar a Jorge en un punto exacto le decimos que se espere allí y salimos en su búsqueda. El encuentro, en medio de una intensa lluvia al final se realiza. Yo me monto de copiloto con Jorge y me va relatando su tragedia mientras sube por el carril del cortafuegos como si fuera la Gran Vía madrileña, ya que, según sus palabras, eso es gloria divina comparado con de donde él viene. Que le piquen las gaviotas.

Estamos todos empapados, cansados y… ¡hambrientos! Se ponen en marcha los fogones, como si fuera el Bulli, y todo tipo de manjares, en forma de ensalada de pasta, embutidos, empanadas de pisto, bocadillos y un plato de un kilo de fabada de la que casi damos cuenta Jose y un servidor, hacen que nos olvidemos de todo lo ocurrido, y parece ser que esa va a ser la tónica del fin de semana: comer, charlar, más comer y más charlar, a la lumbre de la chimenea.

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Cuando parece que escampa un poco, pensamos en salir, tras haber depredado la comida y un reponedor té tuareg. Todos menos Jaira, que más inteligente que todos nosotros juntos se apoltrona al lado del fuego (aún de nuevo sin humo) en su cómodo colchón. La aguanieve pasa a ser nieve, y las vías de escalada que veníamos a trepar no aparecen por ningún lado. La niebla es así de traicionera. Con el rabo entre las piernas, regresamos a la calidez de la chimenea.. y de su  humo.

Está anocheciendo y hasta ese momento apenas fotos. Pero una, es suficientemente expresiva de cómo estaba el día.

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Ya casi estamos acomodados, cuando cuatro figuras aparecen totalmente mojados por la puerta: son unos montañeros que han partido de Ohanes, y algunos con síntomas de hipotermia buscan el calor del fuego. Hacemos sitio y casi podemos poner el cartel de completo.

Fuera empieza a arreciar la nevada y el frío obviamente. Dentro, los infiernillos preparan sopas calientes para alivio de nuestros cuerpos.

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Después de amenas conversaciones, festival de chistes y la degustación de sopas de pollo y pasta, y de un vino que, permítanme la castiza expresión de que “quita el sentío”, poco a poco el grupo busca el confort del saco, algunos de flamante estreno y precio competitivo. Aún así, a unos pocos nos da por jugar a las cartas y seguir hipnotizados por la magia del fuego… y del humo.

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Un humo que empieza a cubrir el habitáculo, que por cierto desde su techo comienza a emitir una grasienta supuración de color negro, tal vez más temible que un bicho trepanador de cerebelos. Idiosincrasia de los refugios de la Sierra Nevada Almeriense. El humo va a traer cola, pues tras varios intentos de airear el refugio se hace irrespirable. La tensión se palpa por el miedo a amanecer con una muerte dulce y con caras de arenques noruegos. Pero es cuando unos aguerridos voluntarios se abalanzan sobre el fuego para reducirlo a cenizas, nunca mejor dicho. Los quemados troncos son castigados a pasar noche toledana en la intemperie. A partir de ahí, podemos cerrar los ojos y descansar en paz… hasta el día siguiente.

Día 2: La Odisea.

Amanece, un día más en nuestras vidas. Abro un ojo, abro el segundo (el tercero llevaba y sigue reprimido a pesar de la fabada) y diviso por la ventana que la luz del día es limpia y nítida. En un salto, con doble voltereta de ninja, recogiendo en la acción mi cámara, me planto en la puerta. Ha salido el sol, hay nieve y el espectáculo está servido. Hay que comenzar a darle al disparador, pero ya.

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No hace frío, ni viento, ha nevado y las nubes se han marchado. Parece que el panorama cambia para bien. Sera se va a investigar y el bullicio dentro del refugio se palpa. Pronto salen Eva y Jose con sus cámaras para retratar la belleza, hay que aprovechar después de la imposibilidad del día anterior. Piedad y Jorge, y por supuesto, Jaira se nos unen y nos vamos a abrir apetito, en ayunas. Hay más ganas de andar que de manducar.

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Buscamos inmortalizar todo lo que podamos y en eso estamos. Posamos, no posamos, nos hacen robados, los hacemos nosotros, pero con lo bonito del lugar todos salimos monísimos, no hay mejor “fotocol”.

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Sera, empecinado en culminar nuestro objetivo principal, no descansa, y llega hasta el mismo pico de la Polarda y en la vuelta, a sus gritos acudimos para comprobar con júbilo y alboroto como las ansiadas vías estaban allí, delante de nuestras narices, pero que la niebla del día anterior no nos dejó ver. El sol está calentando la roca y derritiendo rápidamente la nieve que las cubre, con las chapas brillando relucientes, mientras un triunfal y angelical coro orquestado suena de banda sonora. Hay que catarlas, hoy es el día elegido. El Dorado se muestra ante nosotros.

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Bajamos al refugio a desayunar como Yetis con hambruna invernal y coger el material para tirar a la pared. Lamentablemente Jose nos tiene que abandonar y tras despedirnos de él y de nuestros compañeros de noche cogemos los hierros y nos dirigimos a la pared.

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Allí nos aparece, limpia, reluciente y sugerente. Sera no pierde más tiempo y comienza como una moto a equipar la primera, con la facilidad que le caracteriza. Luego pruebo yo, y veo que está genial para escalarla. Mientras, Eva va inmortalizando la faena desde un privilegiado Otero.

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Le toca el turno a Jorge, que si al principio tiene un tímido titubeo, las animosas palabras de Sera le sirven para lanzarse al mundo vertical. Menudo bautismo que coge: sale enchufado como un misil, la roca se derrite bajo sus pies y sus dedos son barrenos que se incrustan en las fisuras.

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Luego le toca a Eva, que resuelve sin problemas, y posteriormente Piedad. Comienza el festival de subidas. La roca echa humo (del bueno).

Las vías se van sucediendo, siguiendo la misma tónica, Sera equipando, y los demás siguiendo la estela. Pero algo cambia: los alumnos se revolucionan y van escalando de primeros. La progresión es meteórica y nos atrevemos con “casi todo”. Así que agarre aquí, pie allá, chapando por el otro lado, potencia, monodedos, cuelgues desplomados, todo sale hoy. Jorge Sharma, Piedad Segarra y Eva Pasabán arrasan en la roca. Sera está flipando, cada vez que baja alguno con la vía en el bolsillo se da una voltereta para atrás, mientras yo saco los pompones, me marco una coreografía de Superbowl y en la radio suena We are the Champions, y es que tenemos radio y todo para amenizar el día tan increíble que estamos teniendo. Piedad y Eva se salen literalmente y quieren más. Esto es poder femenino y lo demás es tontería.

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Estamos disfrutando, a esto habíamos venido y justamente lo estábamos recibiendo, tras el día de perros anterior (aunque Jaira lo soportó mejor al abrigo del refugio). Y nada más que hay que verlo en las caras y en las ganas de escalar.

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Lo malo es que todo llega a su fin, las vías se acaban y el tiempo también. Es la hora de comer, de quitarnos peso de encima de las mochilas, como es práctica habitual, aunque la verdad es tontería ya que se lo vamos a cargar en el coche a Jorge. Pero de nuevo estamos en el refugio, esta vez libre de humos y dando buena cuenta de más ensalada de pasta, de jamón de “hembra”, de bocadillos, de barritas energéticas porcinas y de la maravillosa tortilla de patatas casera de la madre de Jorge. Todo en el monte sabe infinitamente mejor.

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Tenemos que recoger, y así lo hacemos, cargamos todo en el coche de Jorge y nos despedimos del refugio.

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Una vez en mi coche, nos repartimos y volvemos a casa, con la tripa llena, con un buen fin de semana y sobre todo con la cara de satisfacción más ancha que la faja de Carmen de Mairena. Otra muesca más en nuestra culata, una muesca muy especial y que, como siempre, ha sido un gustazo compartir.

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1 comentarios:

On 26 de julio de 2011, 13:39 , Anónimo dijo...

Si señor!!!!!! que buen finde que nos quedo al final!!!!!