Author: Motorizer
•domingo, abril 26, 2009

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Ahora que estoy sentado, descansado y cómodo, y escuchando a Yngwie Malmsteen de fondo, puedo decir que con esta ruta se ha cumplido todo un record. Ha sido el día más intenso, con el mayor número de anécdotas y con el mayor cansancio y agotamiento de cuantos recuerdo. Y es que once horas de actividad, a las que hay que sumar el viaje, hacen que lleváramos despiertos más de 21 horas.

Le teníamos muchas ganas, era nuestro primer Mulhacén invernal, en un segundo intento, pues el primero se vio frustrado cuando estuvimos en el refugio de Poqueira.

Para esta ocasión, se nos unió Sebastián de nuevo, encargado de marcar el ritmo, Jaime y sus guacamoles, Jesús con hambre de montaña, Olga tras su resaca marroquí, y un servidor, con parón de más de un mes en actividades montañiles.

Habíamos quedado a las cinco de la mañana, pero lo que es habitual, esa no iba a ser la hora exacta de partida. En el bar Parada de la rotonda de Pescadería nos juntamos el total de la expedición, rumbo a Capileira.

En el trayecto se asomaron algunas gotas de lluvia, y es que el tiempo no iba a ser nuestro mejor aliado durante el día, y así lo habíamos visto en las predicciones. Pero eso no iba a achantarnos. Jaime, como es habitual, se había preparado a conciencia para la ruta, es decir, no durmiendo la noche anterior e hincándose una opípara cena digna de un marajá. Es por ello que las curvas le jugaron una mala pasada y su particular pesadilla no había hecho más que empezar.

Un desgraciado con un Audi nos adelantó a ambos coches en plena línea continua y en una zona de curvas. En ese momento, todas las maldiciones que se nos pasaron por la cabeza se las soltamos, exigiendo un empalamiento en una plaza pública. Gentuza de ese tipo son las que acaban poniendo en peligro a los que tranquilamente cumplimos las normas. La carretera estaba llena de sorpresas, como la de cruzarnos con una pareja de burros, que nos plantaron cara, y casi nos los comemos.

Ya en Capileira, adornada para las fiestas, en el bar de siempre, metimos calorías para el cuerpo con las tradicionales tostadas de tomate y jamón, aunque ya se nos iban los ojos con las viandas que había en el mostrador (unas tartas de queso que Sebas no le quitaba ojo). Jaime sin embargo, se tomó un paracetamol.

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Teníamos que llegar aún al punto de partida de la ruta, y no sabíamos cómo estaba la pista hasta la Hoya del Portillo. Pronto lo descubrimos: baches y más baches y a la altura de las acequias, un inoportuno ventisquero que impedía el paso a turismos convencionales. Pues nada, tocaba dejar los vehículos en la explanada.

Atendimos a la “famosa” encuesta del Parque Nacional, ya contestando en plan autómata, y es que ya nos sabemos las respuestas de memoria, mientras nos  preparábamos los apechusques y Jaime resurgía de sus cenizas en lo más profundo del coche de Olga.

Decidimos subir la pista para calentar hasta la Hoya del Portillo, y es que a esas horas hacía un frío que pronto se nos quitó con las primeras cuestas. Bien es cierto, que el dichoso ventisquero y otro más pequeño más adelante, fueron los únicos obstáculos que impedían llegar hasta ese punto. Parecían puestos a caso hecho.

La ruta estaba ya encaminada, y la nieve empezó a aparecer a tramos intermitentes, pero cuando lo hacía, era para decir aquí estoy yo. No consideramos ponernos los crampones en todo el día, pues la nieve se podía atravesar bien, salvo a la vuelta que ya era una papa peligrosa.

La pista que llega al alto del Chorrillo fue nuestro punto de referencia, la cual atravesamos en diagonal, evitando así sus curvas. El grupo se alargaba y se retraía, para reagruparnos, mientras nuestros ojos admiraban el paisaje, siempre y cuando la lluvia que hizo acto de presencia nos lo permitió.

Entonces es cuando apareció él: el viento, un compañero no invitado que vino para quedarse, y así lo hizo hasta el final. Nos tuvimos que poner toda la protección posible para luchar con tan incómodo compañero de viaje. La ruta era un mirador continuo hacia las cumbres más altas de nuestra querida Sierra Nevada, y la lástima no poder hacer más fotos por la pereza de sacar la cámara por el viento y el frío que hacía.

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Sebastián ya había metido la reductora y tiraba dejando una estela de humo a su paso, mientras el resto íbamos como podíamos. Se iban alternando tramos con nieve y otros de roca pura y dura. De nuevo el grupo se iba estirando y luego volvíamos a reagruparnos, la tónica del día. Las nubes que habían amenazado con darnos el día, desaparecían sobre nuestras cabezas y a veces por medio de nosotros, pero el viento sí que decidía seguir presente.

Pronto alcanzamos la loma del Tanto, anunciándonos que aún nos quedaba tela marinera, y es que tras ella viene la loma del Mulhacén, que no es moco de pavo por lo largo que se hace remontarla, y más con nieve, que en este sitio ya eran continuas las largas palas. Las fuerzas empezaban a flaquear, y es que la falta de costumbre se nota cuando llevas una temporada sin hacer nada.

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Llegó un momento que las únicas pretensiones era llegar cuanto antes a la cima. Nos habíamos propuesto hacerlo en seis horas, es decir, que a las cuatro de la tarde como mucho teníamos que estar haciendo cumbre. Por eso se pone el piloto automático, y los pies van progresando por inercia uno delante del otro, lentamente, el ritmo decrece, mientras la respiración se vuelve más agitada, e intentas que el aire helado no queme tu garganta.

Entré en la fase en la que se te enciende la reserva del combustible, y ya te empiezas a poner nervioso, como diciendo, “creo que tengo para unos cuantos kilómetros, pero no sé si encontraré una gasolinera en el camino; veremos a ver si no me toca coger la garrafa y salir andando en busca de gasolina”.

Jaime comentó que el Mulhacén era, en palabras textuales suyas, un poco tocahuevos, pues no se le veía por ningún lado. Aquí el grupo estaba disgregado, avanzando cada uno por su lado. Sebastián se había desplazado hacia el este, Jesús era el cabecilla, Olga le seguía a la zaga en la distancia, seguido por mí,  y cerrando, inmerso en sus maldiciones, sapos y culebras, se encontraba Jaime. En una mirada hacia Jesús, veo que me hace gestos, para que vea que la cumbre del Mulhacén II, antecumbre de la cima, se encuentra sobre nuestras cabezas. Eso me da esperanza de que ya está casi conseguido, y acto y seguido puedo comprobar que ya asoma el mojón del Muley, del Rey, y Jesús se acerca a su corona.

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Yo ya me encontraba al límite, sé que nos quedaba poco, pero me noto muy mal, tal vez influido por la altura, el ansia por llegar y ver que tenía una pala de nieve por delante que se iba rompiendo a mi paso, dificultando aún más la meta. Esos tediosos segundos iban pasando, deseando parar por un lado, pero por otro obligándome a todos y cada uno de ellos a no detenerme. Cuando llegué a la cumbre, estuve un tiempo sin reaccionar hasta que por fin me quito la mochila y me resguardo del viento por un lado de la capilla. El último en llegar fue Jaime, que iba quejándose de todo lo que conocía.

Pero lo habíamos conseguido, estábamos con la cumbre para nosotros solos, las nubes se habían retirado lo suficiente para poder contemplar la inmensidad que nos rodeaba y darnos cuenta que era tela lo que habíamos subido.

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Nuestra intención era comer a resguardo del viento entre las ruinas de las casas, pero para nuestro chasco estaban cubiertas por nieve. Así que utilizamos lo que sobresalía de una de ellas para sentarnos. En la comida, parece que el viento hizo tregua, y nos permitió repostar energías, que estaban agotadas. Parecíamos los conejos del anuncio de Duracel, pero no el protagonista, sino de los que van cayendo uno a uno. Jaime sacó sus nachos con guacamole (toma ya, si encima estabas ya chungo del estómago), Jesús una botella de vino, de la que no tomé nada, Olga empanadillas de tomate, yo fuet de rigor y Sebas de todo un poco.

Mientras meneábamos el bigote, examinábamos en el horizonte futuros objetivos, como el Alcazaba, Caballo y Siete Lagunas, que ya empiezan a despertar de su letargo invernal, y que para finales de primavera, como siempre intentaremos pasar un fin de semana.

No nos podíamos entretener mucho, ya que el tiempo volaba en nuestra contra, y había que regresar, aparte de que el kit kat que se había tomado el viento ya había pasado, y volvía con ganas. Así que, antes de congelarnos, nos hicimos foto de cumbre como pudimos, recogimos y tiramos millas hacia el coche.

Parecía que la comida nos había aportado algo de energía, pero por lo menos en mi caso, las justitas. Íbamos poco a poco pero avanzando inexorablemente.

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Las palas que antes habíamos subido, ahora tocaba bajarlas y la nieve se había convertido en una papa algo incómoda de andar, y en algunos momentos te hundías y en otros simplemente te deslizabas sobre ella.

En cambio, la luz de la tarde nos regalaba unas instantáneas impresionantes de los gigantes nevados, que no pude evitar el inmortalizar con mi cámara y sus exiguas baterías.

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La bajada no nos iba presentando problemas, pero en unos peñascales, de pronto, Jaime sintió en su rodilla un latigazo, y un dolor agudo se le extendió por toda la pierna, y amenazaba con separarse del cuerpo. Presto, acudí a su ayuda, pues el resto del grupo se había distanciado demasiado. Tras examinar la situación, decidí no amputar el miembro afectado. Le presté mis bastones para facilitar el descenso y nos reunimos con los demás. A duras penas, Jaime continuaba, y el dolor parecía que se mitigaba algo.

Hasta ahora no nos habíamos cruzado con ningún ser humano desde que iniciamos la ruta. A estas alturas del día, aparecieron tres personas que sus intenciones eran las mismas que las nuestras, con la diferencia de que ellos iban cuando nosotros volvíamos. El tercero, el de la retaguardia, se paró con Jesús, Olga y Sebastián, e iba muy muy perjudicado. A eso, había que añadir que no llevaba mochila ni nada, con lo cual, entendimos que era una temeridad lo que pretendían.

Jaime seguía quejándose, y tuvimos un gabinete para ver qué podríamos hacer. Se habló incluso de llamar al 062 para que pudieran recogerlo, de helicópteros, y de peleas de a ver quien sería el afortunado que lo acompañaría. Yo saqué el mapa, a la vista de una pista que se veía a lo lejos, y ver si podría ser factible una ruta alternativa. Así resultó ser, pues dicho sendero comunicaba, al parecer, de una manera más directa con la Hoya del Portillo. Así que enchufé el Gps (bendita herramienta) y comprobé el mapa físico, y votamos que sí a esa vía de escape.

Fue la decisión acertada, pues el sol se estaba yendo a marchas forzadas, y el viento parecía que también, que ya había cumplido su jornada de rigor. La pista era muy cómoda de andar en sus primeros tramos, y nuestra particular carrera contrarreloj por llegar aderezada con el cansancio, nuestro sino. Fue el momento bucólico del día.

Pero no todo iba a ser un campo de amapolas, y surgieron nuevos contratiempos. La nieve, cuando volvió a aparecer, nos jugó malas pasadas, pues en algunos tramos nos tenía esperando trampas que hacían que de golpe te tragara una pierna, con el consiguiente golpecito seco en la rodilla de regalo. Nos llevamos varios sustos, yo creo que casi todos. Y aquí no acaba la yincana, pues la pista desaparecía fagocitada por el blanco manto. Pero, nos habían subestimado, y el gps se portó como nunca, mostrando el camino, como la luz en la oscuridad. Nos tocaba subir y bajar ventisqueros bastante grandes, que al estar entre la umbría del bosque se encontraban medio helados.

Buscábamos el final del camino, un cortafuegos que nos llevaba casi directos a la pista forestal. El sol sólo era ya un recuerdo, que dejaba en jirones de luz por detrás de las montañas, y el dolor en rodillas, pies y pensamientos cada vez más agudo. Ya estábamos en el cortafuegos, por fin, pero aún quedaba trecho, mucho trecho hasta la meta. Jaime echaba pestes de todo lo que se menea. Las suelas de las botas se estaban deshaciendo y le quemaban las plantas de los pies.

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La bajada por el cortafuegos nos deparaba más sorpresas, nieve a ratos, otras, roca viva, otras piedras sueltas, hasta que llegamos a su final. ¿y ahora qué? Un cartel anunciaba un sendero hacia la Hoya del Portillo, pero estaba enterrado en la nieve y se metía en el bosque. Sebastián se metió en mitad de los pinos, mientras yo consultaba el gps. Estábamos muy cerca ya de la Hoya del Portillo, pero Sebastián había desaparecido. ¿Se lo habrían comido una manada de jabalíes asesinos, o él habría dado buena cuenta de ellos, y con su piel nos habría fabricado un parapente para bajar directos a los coches? Llamó a Jesús por teléfono que ya estaba en la Hoya, que bajáramos todo recto y allí lo encontraríamos. Dicho y hecho, en cinco minutos divisamos algo de civilización. Estábamos en la Hoya del Portillo. Como en el final de una función, las luces del día ya se habían ido, pero lo que nos quedaba era seguir el carril hasta el coche.

No nos lo podíamos creer, acabábamos de llegar, y lo que más deseábamos en este mundo era quitarnos las botas, y ¡¡¡sentarnos!!! Lo habíamos logrado. Claro que la aventura no acaba aquí. Teníamos que volver.

Ya con noche cerrada, el rally Acequia – Capileira, era un sorteo continuo de baches y roedores (contabilicé unos cuatro), y el viento volvió, pero ya nos daba igual, estábamos a resguardo.

El viaje de regreso fue larguísimo, con varias paradas para que Jaime, de bajón, intentara vomitar, con apariciones fantasmagóricas en mitad de la carretera cerca de Órgiva ¿os acordáis de la truculenta historia de la chica de la curva? pues aquí encontramos a una, pero en chandal; perros kamikazes que corrían a sus anchas por toda la carretera; un encontronazo con un lugareño que nos desafió en el puente de Órgiva (nosotros entramos antes); un extravío a la salida que nos hizo ir dirección Granada, para luego ir por la carretera antigua hacia Motril. Pero a casi las una y media de la madrugada, ya estábamos en casa.

El esfuerzo añadido de llevar los coches, es algo que hay que agradecer a los sufridos conductores. Va un ole por ellos.

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1 comentarios:

On 27 de abril de 2009, 15:59 , }{eaven dijo...

Muy buena la crónica, no se te ha escapado ni un detalle. Estoy muy orgullosa de todos vosotros. Por cierto Luigui, tu también viste los ratoncillos o lo he soñado? Otra cosilla, quiero dar fé de que Sebastián existe, para los que aún lo dudan. Hasta la próxima campeones!